Pende sobre la humanidad la espada de Dámocles del calentamiento global como resultado de la inmensa ruptura de la capa de ozono. Veinticinco mil quinientas toneladas de dióxido de carbono fueron arrojadas al espacio por los países industrializados tan sólo en un año, encabezados por los Estados Unidos.1 El resultado funesto del consumo de combustibles fósiles (en lo que todos colaboramos con los automóviles, los refrigeradores, las estufas de gas, etc.), es que la tierra sufre un deterioro ecológico que nos trae sequías aquí, inundaciones allá, tornados, terremotos y maremotos. Este cuadro bien parece cumplir las palabras de Cristo en San Lucas 21:26: “Las potencias de los cielos serán conmovidas”, justo antes de su segunda venida en gloria y majestad.
¿Qué nos espera según la Biblia?
La Palabra de Dios señala de dónde venimos y a dónde vamos. Es una ley de la vida que todo lo que tiene comienzo tiene un fin; y la cadena de dolor y muerte de la familia humana pronto concluirá, porque la inefable Palabra de Dios ha dicho: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4).
El apóstol San Pedro nos recuerda: “Tenemos también la palabra profética… a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:19).
Pero mientras ese gran día llega, todavía estamos aquí en la tierra. Dios ha prometido que toda cosa que afecte la vida de sus hijos, él la anunciará anticipadamente. En el libro de Amós leemos: “Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (3:7). Reiteradamente se menciona en las palabras de Cristo el fenómeno de la guerra y la violencia como una de las señales características del fin del mundo (véase S. Mateo 24:6-8; S. Lucas 21:9, 10, 20, 24). El apóstol San Pablo añade que la crueldad, la ingratitud, la soberbia y el egoísmo serían signos de “los postreros días” (2 Timoteo 3:1-5). A su vez el apóstol Santiago, en el capítulo 5:1-6 habla incluso de los conflictos laborales y sociales del tiempo del fin.
En el capítulo dos de su libro, el profeta Daniel descorre el velo del futuro por medio de una insólita profecía. Sucedió a comienzos del siglo VI a. C., cuando Daniel, uno de los jóvenes hebreos transportados a Babilonia (hoy Irak) por el rey Nabucodonosor, fue despertado para encarar la muerte. El rey había preparado a estos inmigrantes para servir en el palacio, pero Daniel se había destacado en que “tuvo entendimiento en toda visión y sueños” (Daniel 1:17).
Esa noche el rey se había ido a la cama preocupado por el futuro de su imperio, y el eterno Dios le dio un sueño que los adivinos se declararon incapaces de descifrar (Daniel 2:11). El rey dio la orden de matar a los sabios de su reino, y ¡esta fue la oportunidad de Daniel! Dios decidió usar a un rey pagano para cumplir su promesa de Amós 3:7. “Tú, oh rey, veías una gran imagen (estatua) de oro, de plata, de bronce, de hierro, sus pies en parte de hierro y en parte de barro cocido. Tú eres aquella cabeza de oro —dijo el profeta Daniel—. Después de ti se levantará otro reino inferior al tuyo y luego un tercer reino de bronce, el cual dominará sobre toda la tierra. Y el cuarto reino será fuerte como hierro… desmenuzará y quebrantará todo” (ver Daniel 2:37-42).
Y la profecía se cumplió. Babilonia fue conquistada por Medopersia (hoy Irán norte y sur). A su vez, Alejandro el Grande, hijo de Filipo de Macedonia, conquistó Medopersia y llegó hasta la India, pero debido a sus excesos, su imperio fue efímero y en 168 a.C. fue dominado por Roma, la que cuatro siglos después se dividió, cumpliendo la profecía (Daniel 2:41). El emperador Constantino trasladó la sede del imperio a Bizancio, y cambió su nombre por Constantinopla, que más tarde fue llamada Estambul, y hoy se conoce como Turquía.
Los capítulos siete al nueve de Daniel forman la cadena profética que llega a nuestros días y se prolonga hasta la eternidad, cuando “una piedra fue cortada, no con mano [humana], e hirió a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó” (Daniel 2:34). Leemos: “En los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido. . .” (vers. 44).
El profeta Isaías, capítulo 28:16 se anticipa unos 150 años para anunciar: “He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable”. San Pedro, en Hechos 4:11 y 12 identifica a Cristo como la piedra puesta por “cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”.
¿Qué queda de las naciones representadas por los pies de hierro y barro cocido? La Escritura anunció que estas naciones tratarían de formar un quinto imperio después del derrumbe de la Roma imperial, pero que “no se unirán el uno con el otro, como el hierro no se mezcla con el barro” (Daniel 2:43). La historia comprueba el cumplimiento fidedigno de este anuncio.
Quizá el primero en intentar la unión de las naciones europeas fue Carlo Magno, con su “Sacro Imperio Romano Germánico”, que se prolongó hasta llegar a los reyes de Francia, que terminaron decapitados en la persona de Luis XVI y su esposa María Antonieta. Otros que desafiaron la profecía son: Napoleón, Hitler y la Unión Soviética, hasta su derrumbe en noviembre de 1989.
En el año 2005 un grupo de 25 cristianos adventistas viajamos a Turquía como arqueólogos aficionados, para visitar las siete iglesias fundadas por Pablo. Estuvimos un sábado a orillas del Mar Egeo en donde me invitaron a predicar. Mi tema se basó en el capítulo dos del libro de Daniel. Y ahí en tierra de Anatolia y al aire libre, en el país donde se forjó el derrumbe del gran Imperio Romano, comencé a hablar de la ciudad de los tres nombres. Para esto el guía, que hablaba muy buen español, no parecía muy interesado en mi plática y rondaba aburrido en torno a un improvisado santuario. Pero su actitud cambió cuando mencioné la ciudad de los tres nombres: Bizancio, Constantinopla y Estambul, mientras enfatizaba la profecía divina: “No se unirán”. Entonces me atreví a decir algo que lo sacudió: “No me extrañaría que la Unión Europea se desintegre en los próximos cinco años, y que su moneda, el euro, que hoy desafía al dólar, se venga abajo”. El guía se acercó al improvisado púlpito, y en cuanto terminé mi tema, me preguntó cómo podría yo probar lo que acababa de decir. Providencialmente, llevaba conmigo el libro El conflicto de los siglos, una obra histórico profética, que le mostré, junto con la Biblia.
—¿Cómo puedo tenerlo? —me preguntó.
—Es suyo —le contesté sonriendo. Al oír esto casi me lo arrebata de las manos.
La Unión Europea y la profecía de Daniel 2
Nuestro revuelto mundo sólo podrá ser arreglado por la mano poderosa del que lo creó. La Unión Europea, última organización política que ha desafiado la Palabra sagrada, lleva en sí la semilla de la desintegración: Fundada el 25 de marzo de 1957, la U. E. (Antes Mercomún) representa una unidad incierta que agrupa naciones diversas como Francia, Alemania, Italia, Rumania y Polonia. Pretende ser una superpotencia, capaz de alternar con Estados Unidos y desafiar el dólar, pero carece de un ejército que respalde su poder.2
Los países más débiles que la integran desconfían de los fuertes, mayormente por no participar en las reuniones que toman decisiones y marcan el rumbo. Los países débiles generalmente tienen carencias en la producción y mercadeo de sus productos y no pueden competir con los países que tienen una tecnología avanzada. Aquí se aplica la declaración profética: “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:3).
¿A qué podemos aspirar, y qué esperanza alimentar en un mundo en estado de descomposición y deterioro? La Sagrada Palabra predice un tiempo de aumento del conocimiento, a la vez que reinan los motivos de angustia (Daniel 12:1, 4). Pero también nos dice que en momentos como éstos, hemos de levantar nuestras cabezas, porque nuestra redención está cerca (ver S. Lucas 21:28).
El autor es evangelista y ministro de la Iglesia Adventista y escribe desde Los Ángeles, California.