¿Habrá perdido Dios interés en las naciones? Si bien cuando nos remitimos a los libros proféticos de la Biblia, por ejemplo Daniel y Jeremías, vemos el interés de Dios por las naciones de la antigüedad, ¿dónde están los mensajes divinos para las naciones actuales? ¿O es que Dios no tenía conocimiento anticipado de los pueblos que habrían de ir surgiendo cuando se eclipsaran aquellas potencias del pasado?
Estas preguntas son válidas, y no solamente merecen respuestas sino que las demandan. Recordando que Cristo, el Hijo de Dios murió sobre la cruz para redimir a la humanidad, podríamos afirmar que Dios no se ha desentendido de su creación, sino que misericordiosamente sigue supervisando y conduciendo la historia de este planeta y su carga humana. Pero ¿dónde están las evidencias?
Hay una sección del Apocalipsis, el último libro de la Biblia, en la que Dios nos da una respuesta, no acerca de una ciudad o una nación en particular, sino en relación con el más numeroso conjunto actual de naciones de nuestro planeta. Nos referimos a lo que se ha dado en llamar “la luna creciente del Islam”, expresión gráfica que se refiere no solamente al símbolo del Islam, la media luna, sino también a la forma en que se dibuja sobre un mapa de esas tierras la expansión del Islam. Esa “media luna” se extiende desde Indonesia y las Filipinas, en el este, hasta Arabia, Egipto y algunas naciones africanas, hacia el oeste. Aún antes del nacimiento de Ismael, progenitor de los árabes e hijo del patriarca Abraham y de su concubina Agar, Dios anticipó los rasgos que habrían de caracterizar a las naciones descendientes de esta pareja: “Multiplicaré tanto tu descendencia, que no podrá ser contada a causa de la multitud. Además le dijo el ángel de Jehová: He aquí que has concebido, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Ismael, porque Jehová ha oído tu aflicción. Y él será hombre fiero [literalmente “un asno salvaje humano”, expresión que no debe interpretarse como un insulto, todo lo contrario1]; su mano será contra todos, y la mano de todos contra él, y delante de todos sus hermanos habitará” (Génesis 16:10–12).
A los 89 años de edad, Ismael, juntamente con su hermano Isaac, de 75 años, resuelta cualquier diferencia que hubiera podido haber entre ellos, en hermanable armonía dieron sepultura a su padre Abraham (Génesis 25:7–9). Ismael murió de 137 años de edad, después de haberle dado a Abraham los doce nietos que Dios había prometido al patriarca (Génesis 25:12–16). Es más, cuando los bisnietos del patriarca por Isaac y Jacob eran tan sólo doce, los ismaelitas ya recorrían el desierto en caravanas comerciales como la que llevó a José como esclavo a Egipto (Génesis 37:28).
¿Qué pasó con los descendientes de Ismael? La historia de ellos fue larga y complicada, si es que de historia puede hablarse, ya que no llegaron a formar un país centralizado. El aumento constante de su población se tradujo en la formación de algo más de 300 tribus nómadas que recorrían constantemente el vasto desierto de Arabia, tratando de encontrar subsistencia para ellos y sus ovejas, cabras y camellos. Con el tiempo, algunas de estas tribus se radicaron en la franja costera del Mar Rojo, “la Arabia feliz”, como dio en llamársela por contar con condiciones climáticas menos adversas, volviéndose sedentarias. Algo parecido ocurrió con algunas familias judías, las que más tarde habrían de ejercer una gran influencia sobre el joven Mahoma.
En el siglo V d.C., en un desolado valle de 5 km de largo y de 2 a 3 km de ancho, las tribus levantaron un santuario en forma de cubo, la Kaaba, en cuyo interior colocaron sus innumerables ídolos y una piedra de color oscuro, “la piedra negra”. En torno a este santuario las tribus acostumbraban reunirse periódicamente para sus ceremonias religiosas, transacciones comerciales y certámenes diversos. Así fue cómo, con el correr de los años, surgió Meca, la ciudad sagrada de los árabes. La erección del santuario representó un pequeño paso hacia la organización; sin embargo, los mismos historiadores árabes se refieren a la situación imperante en aquellos tiempos como “barbarie”.
Las cosas se complicaron aún más durante el siglo VI, al debilitarse la escasa autoridad política que había en Meca. El alcohol corría abundantemente, especialmente por las noches, y también corría la sangre. El juego añadía a las tensiones; y la prostitución, practicada por bailarinas que iban de tienda en tienda, hacía que las cosas se deterioraran aún más. ¿Y la religión? El animismo politeísta que había llenado el desierto de jinns, o espíritus demoníacos, no era capaz de elevar la moral de sus practicantes ni de controlar la situación. Coinciden los historiadores árabes en que había llegado el tiempo para que surgiera un libertador, un conductor religioso que los guiara fuera del pantano en el que se encontraban.
A una de las tribus, la de los koreichitas, le había sido encomendado el cuidado del santuario. Esta tribu constaba de dos poderosas familias, la de los Benu-abdu-sch-Schemes, la más rica de las dos, y la de los Benu Haschim. De esta última, alrededor de 571 d.C., del matrimonio formado por Abdul-l-lah-ben-Abdu-l-Mutalib, “descendiente directo de Ismael”, como lo pretendía, y por Amina-ben Uahab, nació Mohamed-ben-abdu-l-lah-ben-Abdu-l-Mutalib, es decir, Mahoma. Muertes prematuras en la familia hicieron que el niño peregrinara por varios hogares, hasta que fue adoptado por su tío Abú-Taleb y su esposa Fátima, e iniciado en el comercio por un preceptor judío.
Cuando Mahoma era aún joven, se dedicó a la conducción de caravanas, actividad que lo llevó a Palestina, Siria y Egipto. Una mujer de muchos recursos, Kadidja, viuda dos veces, lo contrató para hacerse cargo de sus caravanas y negocios, y, prendada por las virtudes que exhibía el joven beduino, le propuso matrimonio. A pesar de la diferencia de edades, ella de 40 años y él de tan sólo 25, sus tres décadas de vida matrimonial parecen haber sido aceptablemente plácidas. De los diez hijos que le nacieron, los tres varones murieron en su infancia.
La mayor holgura económica que le proporcionó el matrimonio le permitió dedicar tiempo a meditar y reflexionar sobre algo que le preocupaba grandemente: la situación de violencia e inmoralidad en la que vivían sus congéneres. Realizaba sus retiros en una caverna del Monte Hira, un promontorio rocoso a varios kilómetros de Meca, donde pasaba noches enteras y a veces varios días seguidos. Y fue de esa caverna de donde emergió la frase más reverenciada en el mundo árabe, que continúa sacudiendo al mundo entero hasta nuestros días: “La ilaha illa Allah” (“No hay otro dios fuera de Allah”). Después de la muerte de Mahoma se la modificó a: “La ilaha illa-Allah, Muhammadin rasulo-‘Alah” (“No hay otro dios fuera de Allah, y Mahoma es su profeta”).
El gran acontecimiento, “la noche de la excelencia y el poder”, ocurrió en 611 d.C., cuando Mahoma contaba con 40 años de edad: Un ser sobrenatural que se identificó como ”Gabriel”, tomándolo del cuello y sofocándolo, le ordenó clamar o recitar, en el nombre de Allah, el Creador del género humano a partir de sangre coagulada, lo que habría de revelársele. En otras palabras, ese ser sobrenatural que lo estaba ahorcando lo estaba comisionando como profeta.
Las dos décadas siguientes fueron difíciles. Tuvo mucha oposición entre sus parientes tribales, que rechazaron su ministerio profético. Pero en una segunda visión, en la cual “Gabriel” lo condujo en un caballo alado al séptimo cielo, a la presencia de Allah, fue confirmado en su misión profética.
El viernes 25 de junio de 622 d.C., en circunstancias en que los mecanos se disponían a terminar violentamente con el problema representado por el liderazgo de Mahoma, éste huyó hacia el norte, hacia Yathrib o Medina, población árabe que le abrió las puertas. Esta fuga marcó el comienzo de la era musulmana, punto de partida de toda la cronología del Islam. Con gran ferocidad y mucho derramamiento de sangre, logró someter a las cinco tribus medinenses, dos de las cuales eran judías. Con el respaldo así logrado se lanzó a la conquista de Meca, al costo, a lo largo de ocho años, de nada menos que 78 escaramuzas y combates, no siempre favorables.
Después de la resonante victoria de El Badr (624, d.C.), Mahoma cambió totalmente su prédica: ahora era lucha a muerte contra mecanos, judíos y cristianos, porque, según él, ellos se habían atrevido a introducir modificaciones en la revelación de Allah. Un año más tarde, luego del gran desastre de Ohed, se lanzó juntamente con sus seguidores a la “guerra santa” o jihad, con recompensa inmediata en el cielo para quienes murieran en combate contra los infieles. ¡Tantos siglos transcurridos desde entonces, y los hijos del desierto todavía no la han declarado concluida!
Mahoma murió en Medina el 8 de junio del 632 d.C, sin indicar quién habría de ser su sucesor o califa como líder de la nueva religión recién establecida. Sus revelaciones fueron reunidas después de su muerte en 114 capítulos o suras, que forman el Corán.3
Lo que sucedió en los cien años que siguieron a su muerte es absolutamente asombroso, demostrando cuán profundamente había calado en la mente de sus seguidores el concepto del jihad o “guerra santa”. En ese siglo el Islam extendió a sangre y fuego su férreo dominio desde España hasta las Filipinas e Indonesia.4
Volviendo ahora a nuestras preguntas iniciales, ¿hay alguna porción en las profecías bíblicas referida al Islam? Nada menos que todo el capítulo 9 del Apocalipsis, en la descripción de la quinta trompeta (doce versículos dedicados a la primera oleada de la “guerra santa”, la de los árabes y turcos musulmanes), y la sexta (nueve versículos que describen la segunda oleada, la de los turcos otomanos, con sus períodos culminantes, 150 años, extendidos entre el 27 de julio de 1299 hasta comienzos de 1449, y los 391 años y 15 días, desde 1449 al 11 de agosto del año 1840).
¿Verdad que sería apasionante estudiar el significado de estas escenas simbólicas, reseñadas por Dios siglos antes de que ocurriera toda la historia del Islam a lo largo de unos 12 siglos? ¿Algo más tiene la Biblia para decirnos acerca del Islam y sus centenares de millones de seguidores? Definidamente sí: en el capítulo 18 del Apocalipsis, se describe la esperanza suprema de toda la humanidad, los seguidores del Islam incluidos, la misma que la de todos los que vivimos en estos tiempos finales de la historia de este viejo y agobiado planeta. ¿Cuál es esa esperanza? Así la expresa el sonoro mensaje del Apocalipsis: “Después de esto vi a otro ángel descender del cielo con gran poder; y la tierra fue alumbrada con su gloria. Y clamó con voz potente, diciendo: Ha caído, ha caído la gran Babilonia. . . Porque todas las naciones han bebido del vino del furor de su fornicación; y los reyes de la tierra han fornicado con ella, y los mercaderes de la tierra se han enriquecido de la potencia de sus deleites. Y oí otra voz del cielo, que decía: Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas; porque sus pecados han llegado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus maldades” (vers. 1–5).
Esta solemne y bondadosa invitación final de Allah (Dios), resonará por todo el planeta, con un poder nunca antes manifestado, poder que será suficiente como para disolver cualquier bruma o velo que pueda estar dificultando la percepción espiritual, como para romper todo lazo, todo compromiso, toda lealtad equivocada: la invitación divina a recibir el más grande regalo de Dios, la vida eterna hecha posible por la muerte de Cristo en la cruz. Sí, quienes todavía creen que es deber del Islam asesinar y eliminar a todos los infieles, verán disiparse ese odio de siglos al escuchar, comprender y aceptar de corazón el mensaje final de la “bendita esperanza”, la segunda venida de Cristo.