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Tenía siete años de edad. Desde mi cama, en un dormitorio oscuro, oraba a Dios, pero sentía que mis oraciones rebotaban del cielo raso y me golpeaban el rostro. Dios no estaba conmigo, en mi corazón, sino allá afuera, en algún lugar, y había un gran vacío oscuro entre nosotros. No podía alcanzarlo, y yo estaba convencida de que era mi culpa. El terror que se escurría de mi corazón empapaba cada hueso de mi cuerpo y sentí que debía correr hacia la luz, hacia la seguridad de la presencia de mis padres en la sala. Me lancé al piso y me aferré a las rodillas de mi madre y clamé: “¡Mamá, mamá, algo terrible está ocurriendo! He estado orando a Dios pero él no me escucha y yo sé que es por mi culpa”.

Papá saltó del sofá y apagó el televisor. Quedé sorprendida; me voltée hacia él y le rogué: “¡Por favor, tienes que orar por mí!” Mi padre me respondió con palabras que me parecieron crueles: “No puedo orar por ti, Elaine”. Torné hacia mi madre, pero él continuó: “Tu madre tampoco puede orar por ti”. Mamá intervino con el término más tierno que emplea para dirigirse a mí: “Oh, Laney, el Espíritu Santo te está llamado al arrepentimiento”. El corazón se me salía del pecho mientras papá añadía: “Ni mamá ni yo podemos ofrecerte la salvación. Sólo tú puedes decirle a Dios las palabras necesarias. Regresa a tu cuarto y ora”. Me llené de pánico. “¿Y qué digo?” La respuesta fue sencilla: “Díle a Dios lo que tengas en tu corazón”. Angustiada regresé a la cama y vacié mi corazon ante Dios: “Señor, detesto cómo me siento y sé que es mi culpa. Por favor, Dios, perdóname. No quiero sentirme así nunca más”. Una paz cálida impregnó mi cuerpo y me quedé dormida, era una nueva persona.

Para ese entonces éramos bautistas del sur y teníamos creencias conservadoras que incluían el concepto de un Creador y una creación reciente. No tuve problemas hasta el noveno grado, cuando tuve que hacer un informe sobre El origen de las especies, de Charles Darwin, para la clase de Biología. En ese tiempo yo sólo leía las leyendas y los párrafos introductorios y finales de cada sección, así que probablemente no leí todo el libro; pero lo que leí me puso furiosa. Lo sé, porque mi maestro escribió en el informe: “Elaine, no dejes que las ideas de un hombre te molesten tanto”. Yo entendí que me quería decir que yo tenía el derecho de albergar mis propias ideas. Desde ese momento ese fue mi lema personal; lo que resultó en una pesadilla para mis padres y mis maestros.

Durante ese mismo año ocurrió un cambio que tendría un profundo efecto sobre mi teología, un nuevo pastor vino a nuestra iglesia. Su primer sermón fue sobre la creación y comenzó a decirnos que habíamos malinterpretado el Génesis. Quedé atónita. Nos dijo que no habíamos entendido bien su significado. Entonces nos presentó el concepto de la evolución teísta. Me encantó. Así podía unir mi ciencia y la Biblia sin escrúpulos. Durante ese sermón particular, acepté el concepto y dejé a mi Creador por un “Guía divino”. Las implicaciones teológicas de una transición tal eran enormes, pero a mis 14 años de edad no las capté.

Este cambio no se manifestó en un alejamiento de Dios. Mi compromiso con Dios no había menguado, aunque mis padres no asistían tanto a la iglesia por causa de forcejeos políticos en dos congregaciones locales. Debido a esto, mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí a reuniones en diversas iglesias. Cuando cumplí 16 años, me dio un automóvil y comencé a asistir más a menudo a la iglesia. Dios estuvo muy cerca de mí durante esos años, a pesar de que mi comprensión de su persona se tornaba cada vez más confusa.

Al acercarme a mi graduación de escuela secundaria, me enfrenté a un serio problema. Estaba convencida de que mi padre esperaba una de dos cosas, que me casara o consiguiera un empleo. No me entusiasmaba ninguna de las dos opciones, así que decidí entretenerme en otra cosa. ¡Se me ocurrió ir a la universidad! Aunque me encantaba la ciencia, me matriculé en el curso de historia; de todas formas, era algo temporal hasta que consiguiera un “empleo serio”.

Pero las cosas no sucedieron según mis planes. En el segundo semestre, mi consejero académico me animó a tomar una clase de Geología, en realidad, casi me obligó. A mitad del semestre cambié mi concentración a Geología. Mi padre se puso lívido. Se imaginaba que su hija se estaba preparando para trabajar en pozos de petróleo.

Al año siguiente tomé mi primera clase sobre fósiles, Paleontología Invertebrada, el estudio de animales sin espina dorsal que han sido preservados en las rocas. El curso era fascinante e incluía viajes de exploración. Hubo uno que no olvidaré. Una colina había sido cortada por una carretera y mientras subíamos casi arrastrándonos, veíamos toda una gama de corales, caracoles y ostras enterradas en el polvo. Cuando levanté la mano, noté pequeñas piedras adheridas e intenté determinar el tipo de piedra que eran. Del tamaño de un grano de trigo, eran los restos de animales marinos unicelulares llamados foraminífera. Por alguna razón me sentí conmovida por la muerte de estos miles de animalitos. Dios no había creado a los seres vivos para que muriesen. ¡Mi Dios no era así! ¡Mi Dios me ama! Lloré y nadie me preguntó por qué.

Dejé de pensar en estos asuntos hasta un año después de mi luna de miel. Me había casado con un joven maravilloso y había dejado los estudios. Nos habíamos conocido en la iglesia y nos habíamos entusiasmado con un grupo de estudio que empleaba el libro de Hal Lindsey, Adios, planeta Tierra. ¡Jesús venía pronto! Estábamos interesados en aprender más del tema, y en ese entonces llegó a nuestra ciudad “La cruzada de la profecía”, con el evangelista Kenneth Cox.

Las reuniones eran interesantísimas y los bosquejos de los sermones que entregaban a la salida contenían todos los textos bíblicos que se usaban cada noche. Apenas llegábamos a casa cada noche comparábamos los textos con nuestro libro. A la noche siguiente, íbamos a la sesión de preguntas y respuestas al final de la reunión y usualmente yo comenzaba con las palabras “Hal Lindsey dice...”, y el pastor Cox me respondía, “veamos lo que la Biblia dice”. Al continuar los estudios, la Biblia nos hizo sentido por primera vez en la vida. Los mensajes eran vianda fuerte para el alma y estábamos extasiados hasta que el pastor Cox predicó el sermón: “El cumpleaños de la madre de Adán”.

No hice preguntas esa noche. Me dirigí al frente y dije: “¡Usted está loco! ¡No sabe de qué habla! Yo soy una geóloga y yo sé que la tierra tiene por lo menos 600 millones de años!” El pastor Cox tuvo sólo una pregunta: “¿Se animaría a venir mañana? Tengo un libro que deseo que usted lea”. Yo no estaba interesada y no tenía planes de regresar, pero el pastor apeló a mi avaricia. “Le daré el libro”, me dijo. Sólo tendría que asistir otra noche, así que regresé para recibir el libro La creación: ¿Accidente o diseño?, del Dr. Harold Coffin. El autor escribió acerca de las rocas que yo había estudiado durante tres años, pero su interpretación de la información concordaba con una percepción conservadora de las Escrituras. Quedé despierta toda la noche leyendo párrafos salteados de todo el libro y al llegar a la mañana estaba convencida de que los datos no eran problemáticos, sino las interpretaciones que yo me había tragado como si fuesen un hecho. Un pensamiento feliz dominaba mi mente: “Puedo creer nuevamente en la Biblia”.

Desde ese momento he encontrado algunos argumentos científicos muy serios e información que ha traído verdaderos desafíos a mi fe. En mi trabajo diario leo revistas profesionales y hablo con personas que me recuerdan que mis creencias no son comunes dentro de la comunidad científica. En todos estos años he encontrado que cuando se ponen a un lado los argumentos, las explicaciones e interpretaciones, y se llega a los datos puros, en la mayoría de los casos la información guarda consistencia con una comprensión bíblica de la historia de la tierra. Hay algunas cosas para las cuales no tengo respuestas. Estas cosas no sacuden mi fe, sino que me proveen temas estimulantes de oración, meditación e investigación, porque mi fe no está basada en datos científicos; se trata de una experiencia viva e íntima con Dios y su Palabra. Es un regalo de su parte.


La autora es una investigadora del Instituto de Investigación de la Geociencia, en el sur de California. Tiene un doctorado en Geología y ha estudiado fósiles y capas sedimentarias a nivel internacional.

Puedo creer

por Elaine Kennedy
  
Tomado de El Centinela®
de Septiembre 2005