En 2001, el escritor y científico John F. Ashton publicó un compendio de 50 artículos de parte de 50 científicos doctorados en diferentes campos con un denominador común: Todos creían en la creación divina de la tierra en seis días literales.*
¿Por qué es que científicos educados todavía creen en la creación? ¿Por qué no creer en la evolución darvinista o teísta, en la que una inteligencia todopoderosa dirige de lejos el proceso evolutivo? ¿Será posible que científicos modernos crean que la vida sobre esta tierra tenga menos de 10.000 años? ¿Cómo pueden ignorar las evidencias del registro de fósiles y la medición radiactiva de las edades de las piedras que sugieren millones de años de existencia?
Uno de los artículos introductorios presenta una línea básica de pensamiento que ilumina el debate entre evolucionistas y creacionistas. El interrogante básico que se presenta es: ¿Será la ciencia más confiable que la Biblia en cuanto al tema del orígen de la vida?
El método científico, en esencia, consiste en observar los procesos del universo, formular una hipótesis y corroborarla por medio de experimentos. Para que la ciencia funcione, debe basarse en principios tales como el orden universal y la ley de causa y efecto. Se estima que los efectos observados hoy se deben a una causa y no a un proceso casual o fortuito.
El problema básico de la ciencia, especialmente respecto del estudio de los orígenes, es que la observación siempre es una acción del presente, por lo tanto es indirecta. Mientras más lejos nos encontramos de un evento, es más posible que lo percibamos en forma distorsionada. No tenemos un registro humano de eventos observados en los comienzos de la vida sobre la tierra, sino interpretaciones de observaciones recientes de realidades actuales.
Un ejemplo interesante son las formaciones geológicas en la gran cuenca oeste de los Estados Unidos. Basados en el ritmo de sedimentación en el delta de ríos actuales, los científicos calculan que la acumulación de estas vastas capas horizontales de rocas tomó varios milenios. Este es el principio de la uniformidad. El problema es que ningún río que se conozca sería capaz de afectar un área tan extensa, ni tampoco produciría los cuerpos de animales violentamente sepultados que se encuentran fosilizados en muchas de estas capas.
También es pertinente notar que la erupción del volcán St. Helens, en el Estado de Washington, produjo un modelo pequeño del Gran Cañón del Colorado en un período de menos de 20 años. Las paredes del cañón modificado por el volcán se asemejan a otras que supuestamente tomaron miles y miles de años para producirse. Muchas otras formaciones geológicas pueden explicarse en términos de fuerzas cataclísmicas. En realidad, la ciencia puede contribuir a la búsqueda de la verdad sugiriendo lo que pudo haber pasado, pero no puede reconstruir el pasado de manera infalible.
Otro artículo interesante es el del geneticista James S. Allan, quien concluye que tuvieron que haber existido unos 150 mil millones de “hombres prehistóricos” para que ocurriera la selección natural requerida por la evolución para el desarrollo de los seres humanos a partir de los monos. No hay evidencia ninguna de que existiesen números tan vastos de “prehumanos”. A manera de comparación, se estima que la población total del mundo en el año 1500 era de 300 millones de habitantes.
Este número de la revista incluye una exploración breve de estos temas. Incluimos un artículo de uno de los 50 autores del libro mencionado, la Dra. Ailene Kennedy, quien nos da un testimonio personal de su fe en el Creador. Incluye también un estudio bíblico sobre una de las enseñanzas más importantes de la Biblia: la persona y función del Espíritu Santo.