Sin entrar en argumentos filosóficos, he llegado a la siguiente conclusión: Lo extraño no es que Dios exista, sino que se interese en nosotros. Vez tras vez, la Biblia expresa el deseo de Dios de acercarse y sostener una relación con sus criaturas. Aunque para nosotros los humanos, no hay una analogía que explique una relación tan desigual, podemos estar seguros de que Dios, en efecto, desea estar en nosotros.
Uno de los muchos pasajes que mencionan este hecho maravilloso es el texto que sigue: “Y pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo” (Levítico 26:11, 12).
Lo que hizo especial al pueblo de Dios en la antigüedad fue la presencia divina en el Santuario. El hecho de que Dios habitara en Israel les dio a los judíos la oportunidad de ser una fuente de bendiciones para todo el mundo. Pero la promesa de la presencia personal de Dios entre los hombres trasciende el alcance de la promesa a Israel. Estar separados de nuestro Creador sustenta en todos los seres humanos ansias de reencuentro y reconciliación. No podemos ser plenamente felices sin una conexión divina. Vivimos como hijos cuyo padre se ha marchado a un viaje muy largo, y seguimos augurando su regreso.
Esta promesa tuvo un cumplimiento glorioso en la persona de Jesús. Dios habitó entre nosotros. Nos dio a conocer su carácter y nos reveló su amor. Anduvo entre nosotros, sufrió nuestros dolores, compartió nuestra debilidad física. Abrazó a nuestros niños, sanó a nuestros enfermos y lloró a nuestros muertos.
Esa cercanía física de Dios volverá a repetirse, porque es el estado ideal de las partes que se aman. Ya no una presencia velada por los ritos del Santuario, ni limitada por un ministerio histórico de algunos años, sino una unión permanente y por la eternidad (ver S. Juan 14:1-3). Tiene que ser así.
Que Dios coloque su morada en medio de nosotros es un concepto sorprendente. Que Dios habite aquí, en nuestro mundo de imperfecciones y rencores, de ambiciones y búsqueda de placer vano. Si pensáramos en términos más personales, ¿qué encontraría nuestro nuevo Vecino en nuestros hogares, en nuestras ciudades?
El tío que se “ocupa” de su sobrina de un modo degradante; la esposa que esconde los moretones; el esposo que oculta la botella de licor; la viuda que sigue usando pastillas para el dolor aunque no las necesita; la jovencita que decide abortar la criatura que ha concebido. ¿Y qué de nosotros, nuestra familia? ¿Estamos nosotros listos para convivir con Jesús?
Este es un mundo herido, en muchos sentidos vacío. Nos falta la presencia de Jesús. Necesitamos que comience hoy por hacer su morada en nuestros corazones. Ninguna otra relación puede suplir las necesidades de nuestro espíritu. Nadie ni nada más puede otorgarnos el perdón y la paz interior; solo Jesús puede dar sentido pleno a nuestra vida con todas sus pruebas y frustraciones. Ya que él se ha acercado a nosotros, ¿por qué no habremos de responderle hoy de igual manera?