Un ministro del evangelio estaba hablando a un grupo de estudiantes acerca de la obra de Cristo en favor del hombre, y usó la ilustración de un juez que tuvo que tratar el caso de su propio hijo, quien había sido acusado de conducir en forma negligente. La acusación era fácil de sustanciar, por lo que el juez aplicó la multa más elevada que le ley le permitía. Luego dio por terminada la sesión, bajó del estrado... y pagó él mismo la multa de su hijo. Una jovencita que había estado escuchando muy atentamente, objetó: “Sí, pero Dios no puede bajarse de su estrado”. El ministro le respondió con entusiasmo: “Usted me ha dado la mejor ilustración de la encarnación, porque Jesús, que era verdaderamente Dios, dejó su trono, bajó de su estrado, y tomó la naturaleza humana para pagar la deuda de sus hijos extraviados”.
La encarnación
La encarnación de nuestro Señor es un gran milagro, totalmente incomprensible para la mente humana. Lo creemos, no porque podamos entenderlo o explicarlo, sino porque está revelado en la Palabra de Dios. Pero, ¿cuál fue el propósito de la encarnación? Sencillamente, Jesús se hizo hombre para poder ser nuestro sustituto y representante, y así pagar nuestra deuda, que era la muerte, porque “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). La Escritura dice: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14).
La universalidad del pecado
Dios le había advertido a Adán que comer del fruto del árbol prohibido tendría consecuencias funestas; se haría merecedor de la muerte. Adán pecó, y toda su descendencia se vio involucrada en su transgresión, ya que “por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres…” (Romanos 5:18). La muerte no se refiere sólo a la muerte física, sino a la separación de Dios, a la muerte eterna. Pero Dios, en su gran misericordia, en vez de darle a Adán inmediatamente lo que su pecado merecía, le anunció que enviaría un sustituto, alguien que tomaría su lugar, para que él pudiera tener una segunda oportunidad.
Justicia provista
El Señor Jesús vino, descendió de su estrado, y vivió una vida impecable durante su peregrinaje en esta tierra. Hizo algo que Adán hubiera tenido que hacer, y que no hizo, ya que por el pecado quedó imposibilitado para satisfacer las demandas de la ley de Dios. Pero Jesús, además de vivir la vida que Adán debió haber vivido, también murió su muerte. De esta manera satisfizo las demandas de la santa ley de Dios, y proveyó la justicia inmaculada con la cual es cubierto el pecador que acepta la gracia de Dios.
Juzgado en nuestro lugar
Debemos recordar que antes de morir, el Señor fue también juzgado en lugar del hombre. Y no sólo fue juzgado, sino declarado culpable. Con palabras difíciles a veces de entender, el apóstol Pablo dice que “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13). Fue hecho maldición cuando “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pedro 2:24). Esta dimensión del plan de la redención se había anunciado en el Antiguo Testamento con siete siglos de anterioridad, cuando el profeta evangélico escribió: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
La Escritura dice que Jesús fue ofrecido por el Padre “como propiciación,” es decir, para satisfacer la justicia de Dios que demandaba la muerte del transgresor. Porque lo que hizo Cristo fue una “ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2). A causa de ello, Dios es ahora justo y “el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26).
Una autora cristiana escribió: “Nuestros pecados fueron depositados sobre Cristo, castigados en Cristo, eliminados por Cristo, a fin de que su justicia nos fuera imputada, a los que no andamos conforme a la carne sino conforme al Espíritu” (Elena de White, Signs of the Times, 30 de mayo de 1895).
El juicio es una buena nueva
Puesto que Jesús tomó el lugar del hombre caído y fue juzgado en su lugar, y al morir como sustituto pagó su deuda en su totalidad, el cristiano ha quedado libre de la condenación de la ley, por lo que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1).
Jesús fue no sólo el sustituto y representante del hombre durante su vida y en la cruz, sino que lo será también en el juicio. La Escritura dice que “todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Romanos 14:10). Pero en el juicio, Jesús será nuestro representante; él peleará nuestro caso. Él mismo dijo: “De cierto de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna: y no vendrá a condenación [juicio], mas ha pasado de muerte a vida” (S. Juan 5:24). Es decir, no irá solo al juicio, no tendrá que preocuparse por su propia defensa; todo estará a cargo de su representante. “La gracia es un favor inmerecido y el creyente es justificado sin ningún mérito de su parte, sin ningún derecho que presentar ante Dios. Es justificado mediante la redención que es en Cristo Jesús, quien está en las cortes del cielo como el sustituto y la garantía del pecador” (Elena de White, Mensajes Selectos, t. 1, pp. 465, 466). El juicio será en verdad muy malas nuevas para quien quiera presentarse solo, confiando en su conducta, en su moral, en sus supuestos méritos.
Una escena del juicio
En el Antiguo Testamento encontramos una escena del juicio que tipifica hermosamente lo que será el juicio al creyente. Después de una larga vida de servicio como dirigente del pueblo de Israel, Moisés murió en la cumbre del monte Nebo. Aunque no tenemos todos los detalles, podemos reconstruir la escena que ocurrió poco después de su muerte. El Señor vino para levantarlo de entre los muertos, y llevarlo al cielo. Por lo que dice el Nuevo Testamento, Satanás sintió que su territorio estaba siendo invadido, porque según él, los muertos eran su posesión. Por eso, se presentó en persona para reclamar sus derechos. En la Biblia leemos que “el arcángel Miguel contendía con el diablo, disputando con él por el cuerpo de Moisés...” (Judas 9). En la cumbre del monte hubo una escena de juicio: Allí estaba Moisés, el acusado; el diablo, “el acusador de nuestros hermanos” (Apocalipsis 12:10), y Jesús, el representante de Moisés. Moisés no tuvo que defenderse; el Señor le dijo al acusador: “El Señor te reprenda,” y llevó a Moisés consigo. Moisés había aceptado, anticipadamente, la obra de Cristo en su favor, por lo que era justo a la vista de Dios.
Justificación por la fe
La Escritura nos enseña que la hermosa provisión de Dios hecha en Cristo está a disposición de toda persona que responda a la gracia de Dios, porque la salvación es un regalo: “la dádiva de Dios es vida eterna” (Romanos 6:23). No se la puede ganar, ni merecer. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). La palabra “pues” en el texto que acabamos de citar nos indica que debemos prestar atención a lo que precede. En los versículos anteriores el apóstol había usado el ejemplo del patriarca Abraham para ilustrar la naturaleza de la salvación: “Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios y le fue contado por justicia” (Romanos 4:2, 3). Lo animador es que el mismo plan se aplica a todos; no hay otro. Dios no tiene favoritos. Dice un poco más adelante: “Y no solamente con respecto a él [Abraham] se escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:23-25).
A causa de que Cristo es nuestro sustituto y proveyó la justicia con la cual somos justificados, podemos hacer nuestras las palabras inspiradas: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16).
El autor tiene un doctorado en Teología. Escribe desde Berrien Springs, Michigan.