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La Biblia nos promete un hogar definitivo, al alcance de nuestras esperanzas.

Admitámoslo, todos andamos en busca de un hogar definitivo. He aquí las evidencias: cuando saludamos a alguien por primera vez, la pregunta ineludible, en ambas direcciones, es algo así como “¿y usted de dónde es?”, lo que en otras palabras quiere decir: “no somos de aquí”. Y entre quienes nunca se han mudado a otro pueblo o nación, existe el mismo anhelo que ha motivado a millones a migrar: el anhelo de algo mejor. En verdad, nos sorprenderíamos al saber cuántas personas se identifican diariamente con el rey David, quien hace 3.000 años dijo: “¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos...” (Salmo 55:6, 7).

Y así vivimos cada día de nuestra existencia en esta tierra, entre el deseo de un hogar ideal para vivir y la nostalgia de lo pasado. A menudo ese “hogar ideal” que anhelamos adquiere la forma de un trabajo ideal, un vecindario ideal, una familia ideal, etc. No obstante, pareciera que ese sitio soñado de seguridad y paz es como el arco iris. Cuanto más corremos en pos de él, más lejos parece estar.*

Las Escrituras nos permiten entender por qué ese “hogar ideal” nos es tan esquivo. Más que un lugar geográfico en este mundo, nuestro hogar definitivo es la morada de Dios (Apocalipsis 21:3). En cierta forma, el hombre vaga errabundo desde que Dios expulsó a Adán y Eva del huerto del Edén, cuando éstos pecaron (Génesis 3:23, 24). Esa expulsión fue quizás el momento más doloroso de la humanidad, porque significó la pérdida de todas las condiciones ideales que Dios había creado para la felicidad del hombre. El huerto del Edén era el hogar por excelencia. Allí, Adán y Eva habitaban en la compañía de su Creador, en un ambiente perfecto.

No obstante, dos cosas maravillosas ocurrieron antes de que Adán y Eva abandonaran el hogar original: (1) Dios se comprometió a acompañarlos en su nueva experiencia de peregrinaje. Así, encontramos en cada página de las Escrituras cómo Dios está presente en medio del dolor y la opresión de sus hijos; y, (2) Dios les prometió a Adán y a Eva que el hombre volvería a ser restaurado a un ambiente de perfecta armonía y felicidad. Esa restauración se haría realidad cuando la simiente de Dios, el Hijo, pisara con su pie desnudo la serpiente, que es Satanás (Génesis 3:15).

Y hoy, más de dos mil años después de que Jesús derrotó a Satanás, muriendo en la cruz sin haber pecado, nada podrá impedir el retorno al hogar eterno de los peregrinos de este mundo que así lo decidan.

Las moradas de Dios

Cuando estaba a punto de separarse de sus discípulos, Jesús les prometió: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay... voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (S. Juan 14:2, 3). De modo que la restauración del hombre al hogar original que Dios le había dado, no es una idea vaga, creada por la imaginación de los hombres. Más bien, ¡es una promesa hecha por Jesús mismo!

Hay cuatro verdades que las Escrituras tratan de comunicarnos en relación al hogar que el Cielo tiene preparado para nosotros.

  • Será un hogar reservado para los que acepten a Jesús como su Salvador. Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (S. Juan 11:25, 26). Al ponerle fin a la era presente de pecado y dolor, Jesús aparecerá en los cielos en forma majestuosa, en un acontecimiento jamás imaginado por ser humano alguno. Entonces, habrá dos grupos de seres humanos; aquellos que no creyeron en Jesús, y que ahora miran con espanto las escenas que acontecen delante de sus ojos, y aquellos que le esperaban con anhelo (S. Mateo 24:30, 31). A este último grupo el Señor lo llevará consigo para que esté con él en la ciudad eterna que ha preparado (Apocalipsis 21:2). Será un grupo incontable, compuesto por gentes de todas las razas y épocas de la historia de esta tierra, que creyeron en el poder de la sangre de Jesús para salvar (Apocalipsis 7:9-14).
  • El nuevo hogar incluye una ciudad real. Juan describe esta ciudad en términos que no nos dejan lugar a dudas. Al contemplarla en visión, el profeta miró en ella “la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. Tenía un muro grande y alto con doce puertas... El material del muro era de jaspe; pero la ciudad era de oro puro, semejante al vidrio limpio... Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (Apocalipsis 21:11, 12, 18, 22). Sin duda, lo más maravilloso de esta ciudad, es que “el trono de Dios y del Cordero estará en ella” (Apocalipsis 22:3). Es decir, la ciudad que Jesús nos dará por herencia ¡será el asiento del trono de Dios! Qué enorme privilegio, ¡los redimidos tendrán a Dios mismo por vecino!
  • Esa ciudad se trasladará a esta tierra. ¡La escena es realmente indescriptible! ¡Una ciudad que cruza el espacio sideral para asentarse en esta tierra! Y sin embargo, así lo afirma el profeta. “Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo... como una esposa ataviada para su marido” (Apocalipsis 21:2). Y otra vez nos lo repite, “y me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios” (21:10). La razón por la que esta ciudad será trasladada a esta tierra, es que el Señor siempre ha anhelado morar entre los hombres (21:3).
  • Esta tierra será transformada en nuestro hogar también. Esta tierra, cansada y deteriorada, será restaurada a su perfección original después de que haya sido purificada en fuego (2 Pedro 3:10, 11). El profeta Juan lo narra así: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más”. En esa nueva tierra “no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:1, 4). El profeta Isaías también escribió abundantemente acerca de cómo será esta tierra renovada. En ella “morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará” (Isaías 11:6). Las naciones habitarán en paz y armonía perfectas, y vendrán cada sábado a adorar delante de Dios en la ciudad santa (Isaías 66:22, 23; Apocalipsis 21:24).

Conclusión

Es verdad que nuestro hoy está lleno de incertidumbre y lágrimas. Nuestra salud puede disiparse de la noche a la mañana, los amigos nos pueden traicionar, nuestro hogar puede disolverse y podemos perder nuestro trabajo en cualquier momento. Somos tan sólo peregrinos en esta tierra. Sin embargo, podemos ser peregrinos con rumbo fijo. Peregrinos que marchan hacia el hogar definitivo que Jesús nos ha ido a preparar. El requisito de entrada no es algo difícil de cumplir. Todo lo que necesitamos es hacernos amigos de Jesús, y caminar con él, mientras transitamos por esta vida temporal que el Señor nos da.

*Esta idea de la búsqueda de un hogar definitivo ha sido tomada, parcialmente, del inspirador libro de M. Craig Barnes, Searching for Home. Grand Rapids, MI: Brasos Press, 2003.


Edwin López es pastor adventista y escribe desde Nampa, Idaho.

Una patria para todos

por Edwin López
  
Tomado de El Centinela®
de Julio 2006