“El amor que fluye entre esposos y entre padres e hijos, produce personas con mayores recursos psicológicos y sociales, que están mejor preparadas para aceptar los profundos desafíos de la vida moderna”.
Los cambios que han perjudicado a la familia durante las últimas décadas han dejado un extraordinario saldo de víctimas, especialmente entre los niños y jóvenes.
Más del 80 por ciento de los adolescentes en hospitales psiquiátricos proviene de hogares deshechos. Aproximadamente tres de cada cuatro suicidios ocurren dentro de hogares donde uno de los padres se ha ausentado. Un estudio de los habitantes de la isla de Kauai encontró que cinco de cada seis delincuentes provienen de familias donde falta uno de los padres. Incluso se ha comprobado que los niños que viven lejos de uno de sus padres tienen de un 20 a un 40 por ciento mayor probabilidad de enfermarse.
Es obvio que la familia tradicional de padre y madre en el hogar es mejor. Los niños primero, y la sociedad después, son los más beneficiados. En ese sentido, los tiempos pasados pudieron haber sido mejores.
La familia es una invención de Dios. Dios ofició la primera unión entre un hombre y una mujer. Nadie entiende o sostiene el hogar mejor que el Creador, su autor inicial. ¡Cuánto mejores serían los hogares si cada padre y madre dijera como Josué: “Yo y mi casa serviremos a Jehová”! (ver Josué 24:15).
La familia es el lugar donde los seres humanos aprendemos el amor y la tolerancia. El énfasis en el individualismo y el materialismo ha atentado contra el ingrediente básico del amor verdadero: la dadivosidad. En la Biblia y en el plano humano, amar es dar. Según Fromm, el amor capacita al hombre a “superar su sentimiento de aislamiento... En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos”.* El amor permite que podamos aceptarnos y unirnos a pesar de nuestras diferencias.
La violencia familiar (ver el artículo del Dr. Antonio Estrada), el adulterio y el abandono atentan contra el principio del amor. Honramos a nuestros padres amándolos. El amor a nuestros hijos se manifiesta en respeto, consideración, protección, cuidado, diálogo, etc. Este amor que va y viene entre esposos y entre padres e hijos, produce personas con mayores recursos psicológicos y sociales, que están mejor preparadas para aceptar los profundos desafíos de la vida moderna.
Pero este amor no es un romanticismo idealizado, ni un sentimiento que sube y baja con las hormonas. Este amor nos anima a apoyar a nuestro cónyuge cuando nosotros mismos nos sentimos deprimidos, nos ayuda a callar cuando quisiéramos estallar, nos impulsa a brindar ayuda cuando estamos cansados, nos permite aceptarnos con nuestras diferencias, y nos da fuerzas para enfrentar las emociones negativas que nos atormentan.
Dios desea bendecir nuestros hogares. Nos bendice con su presencia, la influencia de su Palabra en nuestra mente, la práctica del perdón. Nos bendice al actuar sobre cada individuo, al establecer con cada uno una comunión real.
Miguel A. Valdivia es director de El Centinela®.