Todo sucedió tan rápido que los recuerdos de mi mente son vagos y un tanto confusos. Sin embargo, nada me haría olvidar lo que sucedió aquel día: Las manecillas del reloj habían marcado las doce de la noche, pero en mi mente había un estallido de ideas, sueños, planes y deseos que nunca había experimentado. El calor seco e intenso de las tierras desérticas mexicanas daban fe de lo que Dios hizo en favor de mí. A una corta edad, había vivido una vida relativamente agradable, pero poco productiva.
Terminé mis estudios secundarios de noveno grado con mucha dificultad académica. Las clases de verano se habían convertido en aliadas de los alumnos “especiales” como yo, que de no haber sido por ellas, no habríamos logrado la graduación. Después de la graduación de la secundaria en 1986, a los catorce años de edad, quedé convencido de que la escuela no era para mí. Me parecía que estaba más allá de mi capacidad. No me consideraba un tonto, pero razonaba que la escuela no era para todos, y evidentemente no para mí.
Determiné, pues, que no estudiaría más. Esta decisión hizo de los siguientes dos años los más largos e intensos de mi vida. Fue un tiempo de luchas, discusiones e intentos frustrados en tres escuelas, ya que mis padres se empeñaron en que regresara a los estudios.
El verano de 1988 me encontró cansado e inestable en un campamento de jóvenes en las calientes tierras de Magdalena, Sonora. Ese tipo de encuentro era mi delirio. Pero por más que disfrutaba las serenatas, los nuevos amigos, los chistes, los romances, las fogatas y las incontables travesuras, siempre, al final del día, una pregunta me impedía conciliar el sueño: ¿Qué haría durante el resto de mi vida?
Mientras soñaba despierto, me imaginaba llegar a ser un renombrado piloto de Fórmula 1, algo que yo amaba apasionadamente; la idea de asistir nuevamente a la escuela no figuraba dentro de mis planes. Finalmente, una de esas noches me convencí que necesitaba ayuda y se la pedí a Dios. No fue una petición elaborada, más bien sencilla y directa: “¡Ayúdame Señor!”
En la mañana siguiente, día sábado, sucedieron cosas extrañas. Algunas de las conversaciones casuales giraban en torno a la petición que le había hecho a Dios, pero lo más extraño y maravilloso sucedió mientras escuchaba el sermón. Hacia el final, el predicador lanzó exactamente la misma pregunta que yo me había hecho tantas veces: “¿Qué vas a hacer el resto de tu vida?” En ese instante, mi atención completa se volcó hacia el predicador. En cuestión de minutos, con lágrimas en los ojos, acepté la invitación de Dios para ser un ministro del evangelio.
La medianoche me sorprendió mientras pensaba en esta nueva posibilidad. Me aterraba pensar que Dios hubiese contestado mi petición tan rápido y me estuviese animando a emprender un derrotero tan distante e irreal, que casi parecía imposible.
“¿Qué? ¿Te has vuelto loco? No estás hablando en serio, ¿verdad?” Fueron algunos de los comentarios de amigos y familiares. Para ser sincero, no estaban tan errados. Tenía 16 años de edad, no había cursado la preparatoria, no había mostrado ningún tipo de interés en los estudios, y a decir verdad, yo parecía tener vocación para cualquier otra cosa menos para el pastorado.
Ese verano fue diferente, porque empecé a pensar en lo que me gustaría ser, y no mucho en los obstáculos que encontraría en el camino. Visualicé el tipo de vida que me gustaría tener cuando fuera un adulto, y me aventuré a creer que Dios estaría a mi lado y me conduciría por el camino correcto.
Me encanta pensar que Dios me inspiró y se unió a mi búsqueda. Al terminar el campamento, regresé a casa con los deseos de alcanzar la meta que Dios me había ayudado a fijar. Y aunque en mi mente de adolescente había muchas preguntas, no me detuve a buscar la respuesta de cada una de ellas.
Tendría una tarea larga por delante. Tendría que cursar estudios preparatorios y enfrentar problemas económicos, pero con mucho ánimo comencé mis estudios a fines de ese verano. La tarea era mucho más difícil de lo que yo pensaba. Los dos años que había pasado fuera de las aulas habían hecho su daño. Sin embargo, mi meta era más grande que los obstáculos. Tenía la firme convicción de que Dios me había llamado a ser pastor y confiaba que él proveería los medios.
¿Qué tipo de vida deseas vivir?
Decidirse por una profesión, sea la que fuese, puede ser una tarea complicada. Para mí, comenzó con una simple pregunta: ¿Que tipo de vida me gustaría tener? ¿Te haz hecho esta pregunta alguna vez? ¿Qué tipo de vida te gustaría tener en el futuro cercano? ¡Sueña! ¡Echa a volar tu imaginación! ¡No existen límites! ¿Qué tipo de vida te gustaría vivir?
Algo muy importante en este proceso es que no subestimes el poder de la oración y la realidad de la presencia de Dios en tu vida. Dios tiene un interés genuino en ti como persona, así que pídele que te ayude y lo hará con mucho gusto.
Estas preguntas te llevarán a una serie de reflexiones y visualizaciones que te ayudaran a enfocarte en ideas o nociones que luego podrás consolidar en alguna profesión. Una vez que logras visualizar el tipo de vida que te gustaría vivir, puedes pasar al segundo paso.
¿Qué necesitas para alcanzar tu objetivo?
Haz un inventario de lo que vas a necesitar para llegar hasta el sitio deseado. Este proceso puede ser frustrante, pero tienes que ser realista y recordar que todo lo que vale la pena requiere esfuerzo y mucha dedicación. Una vez que tengas la lista, debes comenzar a ocuparte de ella en orden de importancia. Recuerda que cuando una puerta se cierra, siempre queda una ventana abierta.
En lo que a mí respecta, planifiqué que en seis años podría conquistar mi meta. Decidí que mi graduación sería en el verano de 1994. Pero ni ese verano ni en los dos siguientes alcancé esa satisfacción. No fueron seis, sino nueve años lo que me tomó concretar mis planes: me gradué en el verano de 1997.
¿Qué me mantuvo en pie en la decisión de prepararme y estudiar la carrera de Teología? Sólo Dios. Uno de los efectos más importantes de la presencia del Señor en nuestros corazones es que nos provee un sentido de misión: el deseo ardiente de hacer algo con la vida que Dios nos ha prestado, sin importar los obstáculos o retrasos del enemigo.
Querido lector, nunca es demasiado tarde. Los obstáculos del camino nunca son mayores que los deseos de un corazón entusiasmado. Cualquiera sea tu situación o el lugar donde te encuentres, Dios tiene un plan para tu vida mucho más grande de lo que tú crees o imaginas. Dios está deseoso de darte un futuro maravilloso, pero eso casi siempre significa un presente de trabajo arduo, dedicación y empeño.
Hace dos años terminé mis estudios de maestría, y este año celebraré mi décimo aniversario como pastor. Todavía hay algunas metas que no he alcanzado, pero el entusiasmo y los deseos son tan intensos como los de aquella noche en el verano de 1988.
Tu historia está por escribirse
Hay una historia que todavía no se ha contado: la historia de tu vida. Una historia en la que los protagonistas principales son tú y Dios. Una historia de aventuras intensas, lágrimas, risas y muchos esfuerzos, pero con un final feliz. Tu propia historia de fe. Una historia que se empezó a escribir en el momento de tu nacimiento y se continuará escribiendo a medida que te pones metas e ideales. Una historia que espero poder leer un día.
José Ingenieros escribió en su obra Un hombre mediocre: “Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y emprendes el vuelo hacia tal excelsitud inasible y afanoso de perfección, llevas dentro de ti el resorte misterioso de un ideal”. Dios quiere ser ese resorte misterioso en tu vida.
El autor es pastor de jóvenes de una congregación adventista en el sur de California.