“Cristo fue tratado como nosotros merecemos a fin de que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece.”
El principio fundamental del cristianismo parece fundarse sobre una paradoja: la vida comienza con la muerte. Mejor dicho, con dos muertes. En primer lugar, la Biblia nos enseña que la muerte de Cristo en la cruz nos reconcilia con Dios y nos libra de la condenación del pecado (Romanos 8:1) y, consecuentemente, del olvido eterno (Romanos 6:23). En segundo lugar, la muerte de nuestro propio yo da lugar a la vida de Cristo en el corazón, abriendo las puertas a un nuevo ser.
La cruz se encuentra en el centro del plan divino de salvación. Sin ella, la tragedia del pecado no habría sido resuelta, y la muerte no habría sido aplastada. El apóstol Juan nos dice: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Y el pasaje más conocido de la Biblia presenta la razón misma de la cruz: “Porque de tal manera amó Dios al mundo...” (S. Juan 3:16). Sin el amor de Dios, no podríamos entender la segunda parte de este pasaje: que haya “dado a su Hijo unigénito”. Lo extraordinario del don de Dios no es que dio a su Hijo, sino que lo dio para morir por nuestros pecados. Sin la cruz, no habría perdón de pecados ni vida eterna. Sin amor no hubiera existido la salvación.
Nunca olvidemos ni seamos indiferentes al hecho de que Jesús murió por nuestros pecados, y que sin su muerte, no habría perdón. No somos salvos por Jesús el hombre bueno, Jesús el gran maestro o Jesús el camino. Somos salvos por el Cristo de la cruz: “Cristo fue tratado como nosotros merecemos a fin de que nosotros pudiésemos ser tratados como él merece. Fue condenado por nuestros pecados, en los cuales no había participado, a fin de que nosotros pudiésemos ser justificados por su justicia, en la cual no habíamos participado. Él sufrió la muerte nuestra, a fin de que pudiésemos recibir la vida suya. ‘Por su llaga fuimos nosotros curados’ ”.* La sangre de Jesús garantiza entonces el perdón de los pecados y pone la semilla de la nueva vida en Cristo. La consecuencia inmediata de la cruz es la reconciliación con Dios y con los hombres. “Dios estaba en Cristo —dice el apóstol Pablo— reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). A causa de lo que él hizo en la cruz, somos capaces de permanecer ante Dios sin pecado y sin temor. Pero la reconciliación con Dios no termina ahí, sino que da comienzo a otro momento fundamental en la vida del cristiano: la reconciliación con otros seres humanos.
Uno de los aspectos más hermosos de la cruz es la variedad de personas que se reunió a su alrededor. No todos eran admiradores de Jesús. No todos eran santos: Había astutos comerciantes egipcios; orgullosos romanos que se ufanaban de su sociedad organizada y justa; envanecidos griegos que se enorgullecían de su cultura; judíos que se consideraban el pueblo escogido de Dios; hombres libres que disfrutaban del lujo y del ocio; esclavos que buscaban libertad; hombres, mujeres y niños anónimos.
Pero la cruz no hizo distinción alguna entre ellos. Los juzgó a todos como pecadores; les ofreció a todos el camino divino de la reconciliación. Al pie de la cruz, la tierra es plana. Todos se acercan, y nada divide ya a la humanidad. Con la cruz comienza una nueva hermandad, una nueva comunión. El oriente se une al occidente; el norte, al sur; el blanco estrecha la mano del negro, y el rico la mano del pobre.
La vida cristiana, entonces, no comienza con el nacimiento. Comienza con la muerte. El Crucificado nos invita a morir en él, para que participemos también con él de la vida nueva y de la resurrección final.