Para cumplir el fatídico pedido del rey, el fornido soldado desenvainó su espada, y al levantarla, el movimiento produjo mortíferos destellos. Era como si repentinamente el tiempo se hubiera congelado. El sobrecogedor silencio era tan denso que casi podía palparse. Fue entonces que un grito desgarrador hizo eco en las bóvedas y cornisas del palacio paralizando los tensos músculos del avezado soldado.
— ¡No! ¡No lo maten! ¡No! ¡Prefiero que ella se quede con mi hijo!
El amor abnegado, sacrificado y desinteresado con que Dios dotara a las madres se manifestó de súbito en forma dramática.
— ¡Entréguenle el niño a la verdadera madre! —fue la orden del rey (leer 1 Reyes 3:16-28).
El sabio Salomón había descubierto lo que buscaba. Con aquel acto de amor desinteresado la mujer demostró que ella era la madre.
La Biblia guarda silencio acerca de la historia posterior de esta madre y de su hijo; pero si tú hubieras sido el bebé de aquella disputa y al crecer hubieses escuchado de testigos oculares el enternecedor relato de cómo tu abnegada madre antepuso su amor para salvarte, ¿cómo habrías escogido vivir tu vida? ¿Cuánto te habrías sacrificado por ella? ¿Le habrías construido un monumento?
Cuando al famoso escultor F. A. Bartholdi se le encomendó la construcción de la impresionante estatua que Francia obsequiaría a los Estados Unidos, se dio a la tarea de buscar un modelo para su obra. Después de mucho escrutinio, entre tantos héroes y heroínas notables que podían servir como modelo para el proyecto, decidió que el personaje adecuado era su propia madre. Así su imagen se convirtió en la “Estatua de la Libertad” que se yergue triunfante, desde el año 1886, en la bahía de Nueva York.1 Este monumento también es un símbolo indirecto del amor, la admiración y el respeto que merecen todas las madres.
Desafortunadamente, existe hoy un fermento de ingratitud egoísta que ha cavado un abismo generacional que impacta negativamente las relaciones entre hijos y madres. La vida presente absorbe y consume incluso el mínimo de tiempo que debiéramos dedicar a quien nos dio el ser. Menos mal que, una vez al año, “el Día de las Madres” nos sorprende, detiene abruptamente nuestra alocada carrera, nos sosiega y hace aflorar los más profundos y empolvados sentimientos filiales. Súbitamente nos encontramos ante el desafío de hacer algo para demostrar que las amamos.
Estoy segura que en muchas ocasiones te has preguntado: ¿Qué es lo que realmente desean las madres? ¿Cuál será el mejor regalo para ellas?
A continuación aparecen algunas sugerencias prácticas, y al final, como madre que soy, te diré lo que, estoy convencida, es la aspiración suprema de una madre cristiana.
El regalo del sueño. La carencia de sueño se ha convertido en una epidemia, especialmente entre las madres jóvenes. Por ello algunos sugieren que un buen regalo para las madres es crear las condiciones necesarias para permitirles dormir. Según la Fundación del Sueño de Estados Unidos, la mayoría de las mujeres (entre 30 y 60 años de edad) no logra dormir las siete u ocho horas reconocidas como el mínimo para un descanso reparador.2 La acumulación de falta de sueño puede causar serios problemas físicos y emocionales. Los niños y los jóvenes pueden contribuir efectivamente al descanso de sus madres ayudándolas en los quehaceres diarios y yendo ellos mismos a la cama temprano en las noches.
El regalo de la salud. Muchas mujeres, especialmente las hispanas, no van al médico a hacerse exámenes anuales. Esto les sucede a algunas por simple pudor; a otras por no tener quién las anime, y a muchas otras por falta de transporte. Si las lleváramos al médico periódicamente, descubriríamos su verdadero estado general de salud, lo que incluye su presión arterial. Un simple análisis sanguíneo revelaría si tienen anemia o diabetes; un examen de papanicolaou, una mamografía, etc., son medidas de prevención que pueden alargar la vida de nuestras madres. Interésate en descubrir si tu mamá está al día en lo pertinente a su salud.
El regalo de la comunicación. Recuerdo la historia de una madre que diariamen-
te caminaba cerca de dos kilómetros para ir al buzón de correos con la esperanza de recibir alguna carta de sus hijos. Un mañana la encontraron muerta al lado del buzón, con sus manos abiertas, como suplicando por la carta que nunca llegó. En contraste, S. F. B. Morse, después de un viaje a Europa en el que no pudo tener toda la comunicación que deseaba con su madre, inventó el telégrafo para que en pocos minutos, por vía inalámbrica y sin limitaciones de distancia, millones de hijos pudieran comunicarse con sus madres.3
Actualmente no solo tenemos un buen servicio de correos que nos permite enviar cartas, tarjetas de felicitación, etc., sino que también contamos con teléfonos regulares, celulares, computadoras, correo electrónico, y muchos otros medios efectivos y rápidos de comunicación. ¿Qué puede impedirnos tener una buena comunicación con nuestras madres?
El regalo de tu presencia. Un viaje de sorpresa o avisado provee a la madre con la oportunidad de verte, de tocarte, de acariciarte, de saber que estas ahí, que existes, y eso la hace sentir como una reina.
¡Cuántas madres yacen en hospitales y asilos sin la visita de sus hijos! . . .
El regalo de la felicidad. Uno de los anhelos más sobresalientes en el corazón de las madres es que sus hijos sean felices. El saber que sus matrimonios andan bien; que sus nietos estudian y prosperan; que su familia goza de buena salud y que tienen éxito en sus trabajos, son hechos que pudieran parecer insignificantes, pero constituyen grandes alicientes de felicidad para las madres. Lo sé por mi propia madre. También esto se hizo más obvio cuando, por causa de nuestra salida del país donde nacimos, mi suegra no pudo ver a mi esposo por quince largos años. En sus cartas nos decía: “Me duele la separación pero me conformo con saber que mi hijo es feliz”.
Equivocadamente se supone que el mejor regalo para nuestras madres es el más caro o el que esté de moda. No obstante, lo que simplemente necesitan es saber que son importantes para nosotros. El saberse amadas les infunde vida. Cuando se trata de expresar nuestro cariño hacia ellas todo es de gran valor, aunque solo sea un beso.
El mejor de todos los regalos
Hace aproximadamente 2000 años un hijo le obsequió a su madre el regalo más pertinente que jamás haya sido otorgado. Le regaló un seguro de vida que garantizó el poder reencontrarse con él para vivir unidos sin restricciones de tiempo ni distancia. Ese hijo fue Jesucristo, quien al entregarse por cada ser humano en el Calvario, reconquistó el don de la vida que habíamos perdido en el Edén. María expresó su agradecimiento reconociendo a su hijo como su Dios y Salvador (S. Lucas 1:47).
Toda madre desea saber que sus hijos tendrán un destino feliz. Para la madre creyente esto implica que sus hijos entreguen su vida a Dios. El tener la seguridad de que éstos podrán gozar de la vida eterna, es el deseo más ardiente, el clamor más profundo del corazón materno. Ese deseo inefable fue sembrado allí por el artífice de la maternidad, nuestro benevolente Creador y Salvador Jesús.
Hace menos de un año mi esposo dirigió el funeral de una fiel madre y sierva de Dios. Por muchos meses Dolores yació en una cama en casa de su hija, quien, para tristeza de su madre, le había dado las espaldas a Dios. María Isabel le otorgó a Dolores todas las atenciones y cuidados debidos a una madre, pero finalmente ésta “durmió” (S. Juan 11:11-14; Daniel 12:2) en Jesús sin ver a su hija aceptar de nuevo al Salvador. ¡Cuán grande fue nuestra sorpresa y alegría al recibir una llamada de la hija pocas semanas después del funeral con la emocionante noticia de que no solo ella y su esposo, sino también sus hijas, yerno y nietos, habían entregado su corazón a Jesús! ¿Había sido demasiado tarde? No, porque la Biblia nos dice que en el maravilloso día de la venida de Jesús, los que “durmieron” no se adelantarán a los que estén vivos (1 Tesalonicenses 4:13-18). ¡Imaginen la sorpresa y la inefable alegría de esa madre cuando se reencuentre con sus seres queridos sabiendo que no se separarán jamás!
Entre todos los regalos que he recibido de mi querida hija, el que más profundamente ha tocado mi corazón y atesoro con gran cariño, es algo que ella escribió, puso en un cuadro y acompañó con un CD que grabó y me entregó antes de irse a la Universidad, precisamente cuando yo comenzaba a sentir el “síndrome del nido vacío”. El himno principal de su CD se titula: “Quiero que estés allí”. Su mensaje expresa que no importa la ausencia temporal, si cuando Jesús regrese las dos “estamos allí” para recibirlo. Esa meta cristiana que ella se ha trazado de que ambas estemos listas para el acontecimiento más grande de la historia, es el regalo más apreciado que he recibido de Annette Roxie.
Sí, mi querido lector, el desesperado grito de aquella madre que en tiempos del Rey Salomón determinó la salvación de su propio hijo, todavía resuena en los corazones de las madres de hoy. Sin embargo, más que una simple vida terrenal, queremos la certeza de que, al regresar Jesús, podremos tener a nuestros hijos más allá de los umbrales de esta tierra. Ese fue el obsequio otorgado por Jesús a María. El mismo regalo está al alcance de toda la humanidad. Nunca es tarde para sorprender a nuestras madres. ¡Ellas se lo merecen!