Un libro popular intenta sacudir las bases del cristianismo, pero la Biblia y la historia demuestran que Jesús era lo que dijo ser
En el sensacional libro de Dan Brown, El código Da Vinci, y la resultante película con el conocido actor Tom Hanks, el héroe y la heroína se apresuran para resolver claves misteriosas a la vez que escapan vez tras vez de las manos de despiadados asesinos. Como resultado, revelan que el cristianismo es en realidad una conspiración extraordinaria a nivel mundial. Una conspiración, según Brown, que se remonta al Emperador Constantino (313–337 d.C.).
Según el personaje Teabing, en uno de los pasos cruciales para fusionar la religión pagana con el cristianismo, Constantino citó una famosa reunión ecuménica conocida como el Concilio de Nicea. En esta reunión se discutieron y fijaron muchos aspectos del cristianismo: la fecha de la resurrección, la función de los obispos, la administración de los sacramentos y, por supuesto, la divinidad de Jesús. Según el libro, hasta ese momento en la historia, Jesús había sido tenido por sus seguidores como un profeta mortal... un hombre grande y poderoso, pero al fin de cuentas un hombre. Un mortal.
¿Es verdad esto? ¿Será que los seguidores de Jesús lo vieron meramente como un profeta? ¿Fue recién en el cuarto siglo que la divinidad de Jesús fue reconocida? Este artículo presentará evidencias contundentes de que no fue así.
Lo que es verdad es que el Concilio de Nicea dio un paso importante en la manera en que los cristianos entendían la persona de Jesús. Veamos algunos documentos del cristianismo temprano para descubrir lo que los primeros creyentes pensaban.
Las epístolas de Pablo se encuentran entre los primeros documentos del cristianismo. Pablo obviamente no tenía problemas para reconocer la divinidad de Jesús. En Filipenses 2:6–11, Pablo dijo que Jesús “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo... y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.
En este pasaje, al igual que en el resto de los escritos de Pablo, no se duda en considerar a Jesús como a Dios.
El Evangelio de Juan también proviene del primer siglo, y por lo tanto se adelanta al Concilio de Nicea por lo menos 200 años. No hay duda alguna que San Juan representó a Jesús como un Ser plenamente divino. Las palabras de Tomás cuando se encontró con Jesús después de la resurrección son claras al respecto. Cuando Jesús invitó a Tomás a que pusiera sus dedos en las heridas de sus manos, el discípulo cayó de rodillas y exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Al decir tales palabras, Tomás resumió la representación de Jesús en el cuarto Evangelio. Por una parte, el Jesús de Juan es totalmente humano. Se cansa cuando camina (S. Juan 4:6) y siente emociones humanas tales como amor y tristeza (S. Juan 11:3, 33). No obstante, el Evangelio que más muestra a Jesús como humano también es el Evangelio que más subraya su divinidad. Es el único Evangelio que registra que Jesús dijera de sí mismo: “Yo y el Padre uno somos” (S. Juan 10:30). En Juan, Jesús es el Verbo divino (en griego, logos), que vino a la tierra en carne humana (S. Juan 1:1–14).
Los otros Evangelios concuerdan con este cuadro de Jesús. Él era plenamente humano: Tuvo una madre humana, tenía emociones humanas, vivió y murió en un lugar real, y se relacionó con personas históricas. Pero también caminó sobre el agua (S. Mateo 14:22–33), fue transfigurado de manera que su rostro y sus vestidos brillaron con una blancura sobrenatural (S. Marcos 9:2–13), resucitó a los muertos (S. Marcos 5:35–43; S. Lucas 7:11–17), y de hecho, él mismo resucitó de los muertos (S. Mateo 28:1–10; S. Lucas 24:1–12). Éste no era un hombre común. El Jesús de los Evangelios no es un profeta mortal; es el Hijo de Dios.
Por lo tanto, no es verdad que antes del Concilio de Nicea Jesús fuese visto como un “hombre grande y poderoso, pero a fin de cuentas un hombre. Un mortal”. Todo lo contrario. De paso, uno de los errores más tempranos respecto de Jesús no fue una afrenta contra su divinidad, sino su humanidad. Ignacio, quien escribió en la primera década del segundo siglo, habló contra aquellos que pensaban que Jesús sólo parecía ser humano (Ign. Smyrn. 1–2; Trall. 9:1–10:1) Aparentemente, estos individuos, llamados docetas (del griego doxa, “gloria”), aceptaba sin problemas la divinidad de Jesús. Más bien, se les hacía difícil percibir cómo un Jesús divino también podía ser humano.
En el Concilio de Nicea se prestó atención considerable a la naturaleza de Jesús. Uno de los problemas que enfrentaban los obispos era la agitación causada en las iglesias por las ideas de Arrio, cuyos seguidores eran llamados arrianos. Para cuando surgió la controversia, Arrio era un presbítero en Alejandría que se opuso a la postura de su obispo respecto de la naturaleza de Jesús. Como generalmente sucede con estas cosas, la controversia teológica suscitada por este debate se esparció por todas partes, incluso había canciones populares sobre el asunto.
En una de las cartas que se han conservado de Arrio a sus seguidores, éste explica las bases de su postura: “Reconocemos a un solo Dios, sólo él no procreado, sólo él eterno, sólo él sin comienzo, sólo él verdadero, sólo él teniendo inmortalidad, sólo él sabio, sólo él bueno, sólo él soberano; juez, gobernador...”.
En estas palabras uno puede sentir el poder persuasivo de Arrio, quien con sus partidarios destacó que había un Dios único, y por lo tanto Jesús era menos que Dios. Era magistral con sus refranes: “Dios ya existía cuando él no existía” decía, refiriéndose a Jesús. En otras palabras, como el primogénito de la creación, según ellos, Jesús era una criatura que había tenido un comienzo. También concluían que Jesús no tenía un conocimiento directo del Padre, a pesar de que era la sabiduría y el Verbo de Dios.
Al destacar que Dios era único, Arrio y sus seguidores pudieron echar mano de una rica vena de datos bíblicos. Pero al hacerlo, ignoraron otras evidencias bíblicas. Por ejemplo, el mismo Evangelio que dice: “el Padre mayor es que yo [Jesús]” (S. Juan 14:28), también dice: “Yo y el Padre uno somos” (S. Juan 10:30).
Por eso, cuando Constantino reunió a los obispos de las diversas regiones del imperio para discutir los temas que estaban dividiendo a la iglesia, incluyendo el arrianismo, los obispos decidieron destacar dos cosas acerca de Jesús: que era tan plenamente divino como plenamente humano. Según dijeron en su famoso credo niceno: “Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre...”.
Así que al menos en este asunto, las palabras del personaje de Dan Brown son ciertas: El Concilio de Nicea sí discutió la divinidad de Jesús, y sí destacó que él era divino. Pero esto de ninguna manera implica que se trataba de algo nuevo. Desde los mismos comienzos de la iglesia cristiana, se reconocía que Jesús era divino. Lo nuevo en el credo de Nicea fue que la iglesia fue capaz de expresar esta creencia con claridad ante el serio desafío de Arrio y sus seguidores.
Pero, ¿qué significa decir que Jesús era plenamente divino? Significa afirmar el carácter único de Jesús, de su muerte y su resurrección. El cristianismo afirma que Dios se hizo humano en Jesús y vivió entre los seres humanos, sujeto a las limitaciones y condiciones humanas. Afirma que la muerte y la resurrección de Jesús cambiaron la realidad histórica.
La resurrección de Jesús es el fundamento de todo lo demás. Su divinidad le otorga el derecho de demandar una entrega total de parte de sus seguidores. Cuando Jesús dijo “sígueme”, le habló a cada ser humano, porque él es el Señor de cada ser humano. Su muerte y su resurrección han provisto el perdón de nuestros pecados; y si creemos en él, tenemos vida eterna.
Por lo tanto, confrontamos un dilema extraordinario: Jesús es el Hijo de Dios, o no lo es. Si lo es, entonces toda rodilla en el cielo y en la tierra debería postrarse ante él, incluyendo las nuestras.
No hay lugar en la Biblia para el tipo de Jesús sugerido por el personaje Teabing. La descripción de “un profeta mortal... un hombre grande y poderoso, pero a fin de cuentas un hombre. Un mortal”, es un cuadro de Jesús que lo hace encajar dentro del proceso histórico. Este tipo de Jesús podría guiar nuestra vida, pero sólo dentro de las limitaciones de nuestra experiencia cotidiana.
Por su parte, el Jesús de la Biblia afirma ser el Hijo de Dios, el eje mismo de la historia. Si fue meramente un hombre, entonces fue un engañador. Pero si fue de verdad el Hijo de Dios, nuestra decisión de creer en él es por lejos la decisión más importante de nuestra vida.
Al igual que durante su ministerio terrenal Jesús encontraba a las personas enfrascadas en sus tareas cotidianas y las interrumpía con el desafío de seguirle, hoy también viene a nosotros y nos dice: “Ven y sígueme”. Ese Jesús, el Jesús descrito en la Biblia, no es meramente un hombre. Es el Hijo de Dios, quien vino a la tierra a morir para que usted y yo seamos salvos de nuestros pecados.
El interrogante que resta es: ¿Cómo responderemos nosotros a su llamado?
Robert K. McIver es profesor de Teología en el Seminario Adventista de Avondale, Australia.