Al momento de escribir estas líneas, los economistas de Asia y Europa y los directores de la Reserva Monetaria Federal de los Estados Unidos expresan profundas preocupaciones por el futuro económico de este país y las reacciones de otros mercados afectados por las conexiones globales de la economía. El congreso norteamericano se prepara para aprobar medidas de emergencia para prevenir o aminorar el impacto de la crisis. Ya sea que venga una inflación o una recesión, millones de personas podrían verse afectadas por el desempleo, aumentos de precios y hasta carencia de productos o servicios vitales.
En momentos como estos es razonable ser mesurados, evitar las deudas y organizar nuestras finanzas. Pero los creyentes tenemos un recurso adicional; es indudable que confiar en Dios puede brindarnos una medida de tranquilidad de gran utilidad ante la crisis.
¿Qué ha hecho Dios para despertar en nosotros esta confianza?
Dios nos ha declarado su amor por medio de Jesucristo. El versículo más conocido de las Escrituras nos dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (S. Juan 3:16).
Dios cumple sus promesas. El libro de Hebreos nos dice: “Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (Hebreos 10:23). El mensaje central de la Biblia es que nuestra suerte está en las manos de un Dios que vino a “buscar y a salvar lo que se había perdido” (S. Lucas 19:10).
Nuestra confianza no depende de nosotros. A pesar de nuestras imperfecciones y errores de menor o mayor gravedad, podemos profesar esperanza y seguridad espiritual, porque fiel es el que prometió. Podemos conocer el amor maravilloso de Cristo. Nuestra fe no se basa en nuestras propias obras ni se origina en nuestra mente o corazón.
El conferencista Mark Finley utiliza una ilustración de su niñez para explicar la actitud de Dios hacia nosotros. Era una tarde calurosa en Norwich, Connecticut, y un grupo de niños comenzaron a jugar béisbol en el patio trasero de la casa de uno de ellos. Todo fue muy bien hasta la tercera entrada. A Mark le tocaba batear. Lanzaron la bola. Mark hizo girar el bate con todas sus fuerzas. La pelota pasó por encima del jardín central. Se iba, se iba y se fue... Por encima de la cerca, fuera del alcance de la vista de los niños y de lleno contra una ventana de cristal.
Mark tuvo mucho miedo. Comenzó a correr, no alrededor de las bases, sino hacia su casa. Quería darle la noticia a su papá antes de que la vecina le informara por teléfono.
El papá escuchó atentamente a Mark y sólo le dijo: “Entremos al auto”. Se dirigieron a la casa de la vecina y el papá le pidió a Mark que explicara lo sucedido. Luego Mark quedó asombrado por lo que pasó. El papá habló con una voz suave y calmada: “Sra. Gerhard, soy el padre de Mark. Yo acepto la responsabilidad total por lo que ocurrió. Él es culpable. Rompió su ventana. Pero no se preocupe, yo recogeré los pedazos de vidrio roto y repararé la ventana inmediatamente”.
Eso es lo que sucede con nuestro Padre celestial cuando aceptamos nuestra dependencia de él. Dios anuncia frente a todo el universo: “Este es mi hijo. Esta es mi hija. Yo acepto la responsabilidad por lo que han hecho. Yo los he perdonado. Repararé los pedazos rotos de su vida para que puedan ser una ventana a través de la cual el mundo pueda ver las maravillas de mi gracia”.*
Jesús está en el Santuario celestial para obrar nuestra salvación ganada en la cruz (ver el artículo de las páginas 8 al 10). Desde allí envía su poder divino a sus hijos, desde allí escucha todas nuestras oraciones. Todo lo que hace en el cielo es a nuestro favor. Desea defendernos y abrazarnos e infundirnos la confianza que necesitamos para vivir una vida feliz y significativa en cualquier circunstancia. A nosotros nos toca decidir si vamos a aceptarlo como nuestro Salvador y nuestra mayor fuente de esperanza ante la incertidumbre.