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Jesús descansaba. Aunque su madre y sus discípulos lloraban, había gozo en el cielo. Este era el sábado de la redención. Su obra era completa. Su costado había derramado sangre y agua. Su corazón se había quebrantado bajo la intensa angustia provocada por el rechazo de su Padre (S. Mateo 27:46). Como el protagonista de un evento único en el universo y la historia, había enfrentado solo la pesada responsabilidad de vencer el pecado y rescatar a la raza humana. Ahora se encontraba en el sepulcro de José de Arimatea.

El lugar

La situación geográfica de la tumba ha sido fijada por la tradición en las afuea de Jerusalén. Aunque los cristianos huyeron de la ciudad cuando ésta fue sitiada por Tito, volvieron a ella tres años después. Durante los primeros tres siglos de la era cristiana, numerosos creyentes visitaron la ciudad con el deseo de conocer los lugares donde Cristo sufrió y murió.

Allí se han construido y destruido varios edificios, el primero de ellos en el 336 d. C. Dentro de la capilla actual se encuentra un pequeño local de paredes cubiertas de mármol e iluminado por un gran número de lámparas de oro y plata. Sobre el piso y con una pesada losa de mármol se señala el lugar donde Cristo fue enterrado.*

Si la tradición no se equivoca, aquí reposó el Salvador después de terminar su obra. Desde aquí el Señor escuchó la voz de un poderoso mensajero celestial y se levantó por sus propias fuerzas. Nadie pudo quitar la vida al Hijo de Dios, sino que él la puso para volverla a tomar (S. Juan 10:17, 18). No lo mató el odio del hombre, sino que murió en aras del amor divino.

Lo que ocurrió

El santo sepulcro está vacío. El peregrino no encontrará en él los restos de un gran hombre; reliquias que se hayan convertido en objetos de la adoración humana. La tumba no pudo contener al Señor. Las manos heridas y cruzadas sobre el santo pecho se movieron. Los párpados descubrieron los ojos que habían llorado por causa de los hombres, y el Salvador recobró la vida.

Aunque el Antiguo Testamento mencionaba la posibilidad de la resurrección de los muertos (Job 14:13-15; Job 19:25-27; Salmo 16:11; Isaías 26:19; Daniel 12:2), no fue sino hasta que Jesús resucitó que esta doctrina se convirtió en una realidad concreta. Y fue la certeza de su resurrección lo que impartió poder a la predicación apostólica (Filipenses 3:10, 11). Los primeros cristianos creyeron que habían sido llamados para ser testigos del glorioso acontecimiento que comprobaba que Jesús era el Hijo de Dios, y el bautismo habría de señalar que eran salvos por la fe en los méritos de la muerte y resurrección del Señor (Hechos 1:22; Romanos 1:4).

Lo que la resurrección significa

Jesús resucitó y con él resucitó la humanidad. En él tomó cuerpo la esperanza de todos los que a través de los siglos anhelaron algo mejor. El destello de vida que refulgió en la tumba nueva de José de Arimatea transformó para siempre la historia humana. Ya los dolores y penurias del hombre no serían coronados con el negro manto de una muerte inexplicable, sino que ésta se convirtió en un reposo benigno.

El creyente “tiene vida eterna; y... ha pasado de muerte a vida” dijo el Señor (S. Juan 5:24). Tiene esperanza el que descansa en la tumba y el que está muerto en sus pecados y se arrepiente. La promesa divina es preciosamente sencilla: “El que cree en mí, tiene vida eterna” (S. Juan 6:47). Todo el que oye la voz del Salvador será contagiado con el poder que vació el santo sepulcro.

El Señor que resucitó puede transformar nuestra vida terrenal. Cuando confiamos en él, nuestro dolor se amortigua con la esperanza y nuestras angustias se repliegan ante su paz. El que descansó en la tumba de piedra puede también reposar en nuestro corazón y hacernos resucitar con él a una nueva vida.

Podemos tener un corazón lleno de gozo porque el sepulcro de Jesús está vacío.

*Enciclopedia universal ilustrada, t. 28, p. 2689.


El autor es el director de El Centinela.

La cruz y un nuevo amanecer

por Miguel A. Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Abril 2007