Cuando arrancamos una tierna planta del terreno en el que germinó, ¿podrá prosperar en el nuevo lugar donde la transplantamos? Algunas veces sí; otras no.
En nuestro mundo actual hay un gran número de personas desarraigadas. Con frecuencia la pobreza o la persecución política obliga a la gente a buscar nuevos horizontes en otro país, o tal vez en una ciudad más grande. Los padres ansían otro futuro para sus hijos que el mísero callejón sin salida que parece aguardarles. Desean para sus hijos la felicidad que los eludió a ellos toda la vida. Y cuando se enteran de un lugar donde no escasean las oportunidades de trabajo y dinero, o la libertad que no tuvieron, deciden emigrar.
Este transplante casi siempre corta las tiernas raíces familiares o culturales. La planta que era la familia, muchas veces prospera en términos materialistas, pero pierde las ramas que llevan el fruto de la felicidad emocional. El inmigrante se ve en la necesidad de aprender un nuevo idioma y de asimilar una nueva cultura. La vida misma se presenta extraña. Los hijos, que asimilan lo nuevo con mayor facilidad que los padres, experimentan una separación emocional de éstos (a veces hasta llegan a avergonzarse de ellos).
Imaginémonos por un momento transportados a una ciudad como Nueva York, Berlín, Tokio o París: lugares donde pueden hallarse empleos bien pagados. Podemos comprar un automóvil, artefactos para el hogar y ropas elegantes. Pero, ¿será que estas cosas producen felicidad?
La respuesta categórica es No.
Un mensaje en las Escrituras
La Palabra de Dios, la Biblia, fue escrita especialmente para los “transplantados”. Tiene un mensaje oportuno para los exiliados del mundo; los que se hallan en tierras extranjeras, rodeados de sonidos y culturas extrañas. (Alguien ha sugerido que el lugar más solitario de la tierra probablemente sea el Times Square de Nueva York, donde uno se encuentra rodeado constantemente de miles de personas que no conoce.)
Algo así sucedió con Israel, el pueblo de Dios, cuando se vio conquistado por el rey Nabucodonosor de Babilonia. La ciudad de Jerusalén y su templo fueron destruidos en el año 586 a.C., y sus habitantes forzados a emigrar a una tierra totalmente extraña.
Uno de los salmos registra la melancolía de los inmigrantes hebreos: “Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de Sion. Sobre los sauces en medio de ella colgamos nuestras arpas. Y los que nos habían llevado cautivos nos pedían que cantásemos, y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los cánticos de Sion. ¿Cómo cantaremos cántico de Jehová en tierra de extraños” (Salmo 137:1-4).
Un Dios de inmigrantes
El Señor todavía amaba a su pueblo, aunque había sido arrancado de su tierra. Les envió un profeta especial a Babilonia. Y el mensaje de Daniel, que así se llamaba el profeta, ha brillado a través de los siglos hasta nuestros días. En él hay muchísimo consuelo, y todo ser humano que busca a Dios lo considera de valor inigualable.
El libro de Daniel fue escrito para usted, amigo o amiga que lee, aunque muchos sacerdotes y pastores lo han descuidado. Algunos asisten a una iglesia semana tras semana durante años, sin haber escuchado jamás su explicación. Lo vemos como un libro extraño, lleno de bestias, cuernos y símbolos indescifrables. Pero nuestro Señor Jesucristo eligió entre todos los libros de la Biblia especialmente al libro de Daniel, para indicarnos que debemos entenderlo. En San Mateo 24:15 Jesús nos habla a nosotros: “Cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (el que lee, entienda)...”.
Dios le dijo a Daniel que su libro no era para su época, sino para los que vivimos en los días finales de la historia (ver Daniel 11:35; 12:4). Por so, durante siglos, los cristianos no le prestaron atención a Daniel, porque el ángel había dicho al profeta: “Cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin”. Y el libro “fue sellado” para millones de personas durante el oscuro período de la Edad Media. El problema es que muchos clérigos no se dan cuenta que ahora ha llegado “el tiempo del fin”, y que ahora el libro de Daniel ha sido abierto.
Vivimos en el tiempo del fin
Ya estamos al otro lado de los 1.260 años de tinieblas que Daniel describe en sus capítulos 7:25 y 12:7, y que muchos eruditos bíblicos estiman que concluyeron en 1798 de nuestra era. El ángel dijo a Daniel que “muchos correrán de aquí para allá, y la ciencia aumentará” (12:4); ciertamente hemos presenciado el aumento vertiginoso del conocimiento humano en las últimas décadas especialmente. Comenzó la gran “revolución industrial” que ha gestado inventos cada vez más sorprendentes. El mundo ha despertado de su sueño y entrado en lo que Daniel llama “el tiempo del fin”, tiempo en que debemos prepararnos para encontrarnos con el Hijo de Dios, cuando vuelva por segunda vez.
Amigo que lee estas palabras, si su corazón simpatiza con el pueblo de Dios de antaño, cuyos exiliados deseaban colgar sus arpas en los álamos y derramar lágrimas en vez de cantar, sepa que Dios también sufrió con ellos en Babilonia. Daniel dice que ese mismo Dios está cerca de nosotros hoy, dondequiera que nos encontremos en este mundo moderno, cruel y avasallador, donde la gente está demasiado ocupada como para notar la existencia del otro. Su Padre celestial está en el “exilio” con usted y se interesa por usted. Desea que encuentre en Daniel y el resto de la Biblia el consuelo que hoy millones en el mundo están descubriendo.
El mensaje especial de Daniel
El relato de Daniel comienza con cuatro jóvenes (entre millares) que fueron desarraigados de sus hogares de Jerusalén. Los forzaron a marchar hacia Babilonia, donde se vieron expuestos al ambiente más corrupto, sensual y pagano que nos podamos imaginar. Satanás usaba todos los medios para vaciarlos de toda memoria de Dios y desconectarlos del áncora de la esperanza.
Pero Daniel se propuso nunca desatender sus tres citas de oración que tenía diariamente con Dios. Y no temía que la gente que lo rodeaba se enterara que lo primero en su vida era Dios. Había leído en el libro de Isaías que el Señor despierta por la mañana al que lo ama, para visitarlo: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios” (Isaías 50:4). Con más puntualidad que un reloj de alarma, el Espíritu Santo lo llamaba para que se levantara a orar y a estudiar la Palabra de Dios. Daniel escuchaba y obedecía.
La gran oportunidad de Daniel
Así fue cómo, en circunstancias totalmente inesperadas, este joven estuvo preparado para aprovechar una magnífica oportunidad. El gran rey de Babilonia, Nabucodonosor mismo, tuvo un sueño extraño que no podía comprender. Ninguno de sus “sabios” pudo descifrarlo o darle la menor idea de lo que había soñado (ver Daniel 2:1-11).
Enterado del caso, Daniel mandó a decir al rey que él le revelaría el misterio, no porque él mismo tuviera sabiduría superior a la de los demás, sino porque el Dios del cielo escucharía su oración. Daniel había sido fiel al Señor en privado; ahora el Señor le sería fiel en público. Daniel había hecho lo que Jesús nos dice a todos que hagamos: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (S. Mateo 6:6).
Cuando Daniel y sus tres amigos oraron al Señor, pidiéndole que les revelara el secreto del sueño del rey y les mostrara su significado, Dios hizo exactamente eso. Daniel se presentó ante el rey frente a la multitud de personajes importantes de Babilonia que lo veían y lo escuchaban decir: “Tú, oh rey, veías, y he aquí una gran imagen.... La cabeza de esta imagen era de oro fino; su pecho y sus brazos, de plata; su vientre y sus muslos, de bronce; sus piernas, de hierro; sus pies, en parte de hierro y en parte de barro cocido” (Daniel 2:31-33).
Dios le mostró a Daniel lo que el rey había visto en sueños y que tanto le preocupaba: “Estabas mirando, hasta que una piedra fue cortada, no con mano, e hirió a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó... Pero la piedra que hirió a la estatua, llegó a ser un gran monte, que llenó toda la tierra” (Daniel 2:34, 35).
En lo más íntimo de su alma, el rey sabía que este sueño encerraba alguna verdad que se aplicaba a él y su reino. Por eso no se sorprendió cuando el joven profeta le dijo que “la cabeza de oro” era Babilonia. (Algunos creen que la zozobra del rey respecto del sueño era que el rostro de la imagen guardaba parecido con el suyo.) Lo preocupante era que el sueño auguraba que su reino sería arrasado. Y sucedería lo mismo con los grandes imperios del mundo que lo seguirían. Al final, el verdadero Dios del cielo, el Dios del pueblo de Israel, el Creador y Redentor del mundo, establecería un reino eterno en “el tiempo del fin”.
Los israelitas que vivían en Babilonia se sintieron animados. Dios les había dado un mensaje que les aseguraba que el Señor no los había abandonado. Le reveló a Daniel el futuro y le aseguró que el destino de la humanidad está en sus manos divinas. Dios no se olvidó de sus hijos en ese entonces, y tampoco se olvida de usted. Dios conoce sus dificultades y tentaciones, y lo invita a confiar en él como lo hizo el profeta Daniel. Permita que sus palabras y sus promesas consuelen y animen su corazón.
El autor es el director y orador del programa radial internacional La Voz de la Esperanza.