El amor es el principio y el fin de la alegría. Dios es amor. Participemos de su alegría.
¿Es acaso la alegría simplemente un sentimiento, una emoción o un estado de ánimo circunstancial? ¿O es algo más profundo, que está en el fundamento mismo de la vida, constituyendo así la fuente de toda la creación? ¿Podemos vivir sin alegría? ¿Es ella simplemente una opción más de la existencia?
Cuando hablamos de la alegría no nos referimos a ese sentimiento vano que domina a los espíritus superficiales, y del cual debemos precavernos: “Porque la necedad es alegría para el falto de entendimiento; mas el hombre entendido endereza sus pasos” (Proverbios 15:21). La alegría no nace de la necedad.
No se trata tampoco de la alegría que proviene del poder sobre las cosas, la posibilidad de obtener riquezas, ni aun del poder sobre los otros, como relata Jueces 16:25: “Cuando [los filisteos] sintieron alegría en su corazón... llamaron a Sansón de la cárcel, y sirvió de juguete delante de ellos”. La verdadera alegría no nace de tener cosas ni personas bajo nuestro dominio.
No se trata, entonces, de la alegría del poder, sino del poder de la verdadera alegría. Y este poder proviene de Dios, porque de Dios proviene la verdadera alegría.
La Escritura declara que del trono de Dios fluyen “poder y alegría” (1 Crónicas 16:27), y que el Señor es el que pone “alegría en mi corazón” (Salmos 4:7). La promesa de Dios desde los siglos es “llenarnos de alegría con su presencia” (Salmos 21:6). Ya el salmista conocía muy bien la alegría que había experimentado con la convicción de la salvación, y que el pecado le había robado, por eso dijo: “Hazme oír gozo y alegría; y se recrearán [nuevamente] los huesos que has abatido” (Salmos 51:8).
Por lo tanto, es la convicción de la salvación la que trae alegría al corazón del hombre. Sin embargo, esta convicción no viene sino hasta que experimentamos la convicción del mal en nuestra vida. Aunque parezca paradójico, la alegría nace solamente cuando siento el dolor por mi maldad. No cuando temo las consecuencias de mis actos malos. Sino cuando sufro por mis actos malos. Pero esta convicción del mal en mí proviene también de Dios; es un don del Cielo. Por eso dice la Escritura que “hay gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente” (S. Lucas 15:7). ¿No es ésta más bien una simple figura del lenguaje, o una exageración? Pienso que no. Ocurre que un nuevo ser nace cuando nos unimos con el Dios del universo en la convicción de la existencia del mal en nosotros.
Lo digo en otras palabras: Cuando sufrimos auténticamente haber sido malos con los otros. Esta convicción produce una profunda alegría en el corazón: “Has amado la justicia, y aborrecido la maldad, por lo cual te ungió Dios... con óleo de alegría” (Hebreos 1:9). Por esta convicción, podemos declarar con el filósofo alemán Max Scheller: “La alegría es la celebración de la creación”. En el cielo hay alegría porque nace un nuevo hombre en la Tierra.
Por último, quiero referirme a otro modo de ser que tiene la alegría, y que viene como consecuencia de experimentar la convicción de la salvación divina. Hago referencia a la alegría de compartir el pan con los otros: “Y perseverando unánimes [los discípulos], partiendo el pan con los otros, comían juntos con alegría” (Hechos 2:46).
El amor es el principio y el fin de la alegría. Dios es amor. Participemos de su alegría.
El autor es editor asociado de El Centinela.