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Ante los ojos incrédulos del mundo, el mercado financiero de los Estados Unidos cayó vertiginosamente a fines de septiembre de 2008, y afectó las economías de otros países desarrollados. Temerosos de un colapso de la economía mundial, los gobernantes buscaron soluciones rápidas a la crisis. Los expertos intentaban encontrar las causas del debacle. Los candidatos presidenciales usaron la crisis para atraer a los votantes. Miles de personas perdieron sus trabajos y sus casas, y muchos sufrieron pérdidas significativas en sus ahorros.

Los planes de rescate no han producido todavía los efectos deseados. Los trabajadores no confían más en sus gobernantes ni en los economistas que pocas semanas antes aseguraban que las bases de la economía estadounidense eran “sólidas”. Nuevamente la ley milenaria se confirma: los ricos abusan de los pobres.

¿Abuso a los pobres en el siglo veintiuno?

Los pobres están muy enojados con los ricos porque, usando la avaricia como virtud fundamental, congelaron la economía más fuerte del mundo. Hasta ahora, nadie sabe a ciencia cierta las causas del debacle financiero de 2008. Obviamente algo anda mal. Los especialistas culpan a las “regulaciones del sistema financiero” o la falta de ellas. Pocos se dan cuenta de que mientras la avaricia motive a los hombres ningún sistema financiero puede mantenerse a largo plazo o tratar a todos con justicia y equidad.

Que los ricos abusen de los pobres parece ser una ley universal. Pero otra ley universal dice que las riquezas del avaro se disiparán. Al comienzo de la era cristiana, el apóstol Santiago advertía a los ricos de su tiempo que experimentarían un colapso financiero: “­Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas, y vuestras ropas están comidas de polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos; y su moho testificará contra vosotros” (Santiago 5:1-3).

Esta descripción poética se aplica a los miles de millones de dólares perdidos por los ricos y a los miles de millones que ellos han hecho perder a los trabajadores de las clases media y baja. El abuso y el engaño de los trabajadores en nuestra época pueden ser más sofisticados y menos brutales que hace dos mil años, pero las similitudes son claras. “He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros” (vers. 4).

La motivación que conduce al abuso de otros seres humanos para obtener riquezas y poder es la autogratificación. “Habéis vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos; habéis engordado vuestros corazones” (vers. 5). La avaricia parece ser la causa fundamental del abuso de los pobres y de la ruina financiera de los ricos. La profunda causa de la crisis financiera global es la crisis moral del ser humano.

¿Qué es la “avaricia”?

La avaricia es el deseo intenso y egoísta de poseer algo, especialmente riquezas y poder personal. La avaricia está estrechamente relacionada con la codicia. La codicia es el deseo motivador. La avaricia consuma el deseo a cualquier costo. Codiciamos cuando deseamos desmedidamente dinero, poder y cosas materiales. Somos avaros cuando, para consumar el deseo creado por la codicia, tomamos los pasos concretos para poseer desmedidamente dinero, poder y cosas materiales, sin importarnos el abuso que esto pueda representar para otros seres humanos.

Es fácil culpar a otros de lo que nos pasa. En este caso, el gobierno y los ricos son los culpables de la crisis financiera que vivimos. Sus deseos codiciosos y sus actos de avaricia nos producen dolor y sufrimiento. Pero aunque la avaricia es un instrumento casi indispensable para el éxito en los negocios y la política, también se manifiesta entre los pobres. Ellos también pueden desear desmedidamente el dinero y las cosas materiales. La codicia como acto mental se realiza en la avaricia como acto social y concreto. Los avaros toman por engaño y opresión más de lo que les corresponde. De esa manera abusan de sus semejantes, desposeyéndolos de lo que les corresponde.

La avaricia destruye el espíritu humano

Aunque la codicia y la avaricia se manifiestan en el mundo concreto de las posesiones materiales y las relaciones humanas, por naturaleza son fenómenos espirituales y relacionales. Ambos determinan la manera en que nos relacionamos con “los otros” seres humanos.

Las consecuencias de la avaricia son extremas. Van mucho más allá de la depresión económica de los mercados de los países más poderosos del planeta. Si mis ojos y mi corazón no contemplan otra cosa sino aquello que deseo poseer, puedo llegar a oprimir a mis semejantes y “derramar sangre inocente” (Jeremías 22:15-17). Pero la avaricia no solo oprime y abusa de otras personas, también destruye al avaro. Los avaros también experimentan “envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades” (Romanos 1:29-31).

Por esto el avaro no puede encontrar paz interior ni exterior. Para engrandecerse necesita desconectarse emocionalmente. Por fuerza tiene más enemigos que amigos. Al cortar los lazos de amistad y misericordia que deberían unirlo a todos los seres humanos le es imposible encontrar paz interior y amistades genuinas.

Pero es nuestra sociedad avara y consumista la que fomenta la avaricia personal. La codicia y la avaricia están detrás de la afirmación comúnmente aceptada de que “yo soy el número uno”. Es decir, me tengo que gratificar primero tanto como pueda. Yo no soy responsable por el bienestar de los demás, ni siquiera de los miembros de mi propia familia.

Por lo tanto, el avaro es idólatra (Efesios 5:5; Colosenses 3:5). Al adorar las cosas que desea y consigue se adora a sí mismo. Pero su espíritu no se nutre ni se comunica. Al quedarse solo, el avaro se destruye a sí mismo y a quienes lo rodean.

¿Cómo vencer a la avaricia?

De alguna manera y en diferentes formas todos somos avaros sin darnos cuenta. La avaricia es un problema serio no solo por las consecuencias sociales y espirituales ya mencionadas sino porque Dios nos asegura que los avaros no entrarán en su reino (1 Corintios 6:10; Efesios 5:5). Nuestra sanidad espiritual, la sociedad en que vivimos, y el reino futuro que esperamos los creyentes requiere que abandonemos la avaricia. ¿Qué podemos hacer para liberarnos de la codicia y la avaricia que se anidan en nuestro espíritu?

Primero, debemos reconocer los efectos destructivos de la codicia y la avaricia que bosquejamos en la sección anterior. En segundo lugar, debemos reconocer que sin ayuda, tarde o temprano la codicia nos conducirá a la avaricia y sus consecuencias nefastas. San Pablo confesó que no se habría dado cuenta de su codicia si no hubiera sido por la ley de Dios, la cual dice: “No codiciarás” (Éxodo 20:17).

En tercer lugar, debemos seguir el consejo de Jesús: “Guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (S. Lucas 12:15). ¿Entonces en qué consiste la vida del hombre? La vida del hombre consiste en buscar “primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas [materiales] os serán añadidas” (S. Mateo 6:33).

Por último, para guardarnos de la avaricia debemos cambiar el objeto de nuestra fe. En lugar de confiar en nosotros mismos debemos confiar en Dios. Dios promete que no nos faltarán las cosas materiales que necesitamos para la vida cotidiana.

Conclusión

Afortunadamente, no necesitamos vivir bajo la esclavitud de la codicia y la avaricia porque podemos decidir confiar en Dios y andar “en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efesios 5:2).

Querido lector, si confía usted en Dios y lo busca con todo su corazón, podrá evitar el amor al dinero que es la raíz de todos los males y la causa de muchos sufrimientos (1 Timoteo 6:10). Además, podrá experimentar la paz interior y descubrirá con San Pablo que “gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar” (1 Timoteo 6:6, 7).


El autor tiene un doctorado en Teología y funge como profesor en la Universidad Andrews, en Berrien Springs, Michigan.

La avaricia

por Fernando Canale
  
Tomado de El Centinela®
de Enero 2009