El filósofo francés René Descartes acuñó la frase “yo pienso, por lo tanto existo”. Hoy día muchos parecen decir “Yo pienso, por lo tanto estoy en lo correcto”. Lo que ha venido ocurriendo es que la persona misma se ha tornado en el juez de lo que es bueno o malo. En una encuesta nacional del grupo Barna, tres de cada cuatro adultos en los Estados Unidos dijeron que la verdad siempre es relativa a la persona y su situación. La base más frecuente para tomar decisiones morales fue “sentirse bien o cómodo con la decisión que se está tomando”. Sólo un trece por ciento de los adultos y un siete por ciento de los adolescentes dijeron que basaban sus decisiones morales en las enseñanzas de la Biblia. Entre los hispanos, un 16 por ciento dijo basar sus decisiones morales en los beneficios potenciales de su decisión.*
Este fenómeno, que ha producido lo que se llama relativismo moral, es un componente importante del secularismo, cuya principal característica es el apartamiento de Dios. El resultado de una vida sin Dios es que no se tiene un punto de referencia claro para las decisiones morales aparte de lo que uno mismo o la sociedad exige. En otras palabras, el bien y el mal son determinados por la opinión del individuo o el consenso del grupo. La verdad también llega a ser un producto del individuo o el consenso.
En esencia, si no nos importa Dios ni sus enseñanzas, entonces “comamos y bebamos, porque mañana moriremos” (1 Corintios 15:32). Varios lemas y principios de vida se van derivando de este modo de pensar. Un lema que parece universal es: “Yo soy el dueño de mi propio destino y de mi vida”, por lo tanto, nadie (ni siquiera Dios) tiene el derecho de decirme cómo vivirla. Otros lemas populares son: “Si te gusta, hazlo”, “si no le hace mal a nadie, es permisible”, y “si dos adultos consienten en algo, eso es asunto de ellos”.
Guiadas por esta filosofía popular, las personas actúan según aquello que les da felicidad, según la familia o amigos esperan de ellas, porque lo que hacen les “parece bien” o les traerá buenos resultados. Y lo terriblemente alarmante de esta mentalidad es que se está abandonando el pilar más importante de la verdadera espiritualidad, esto es, que Dios comunicó una serie de enseñanzas en la Biblia que deben ser la base de nuestros pensamientos y acciones. Cuando la persona acepta el pensamiento relativista y secular, todo se vale y cada uno tiene el derecho de ser tan moral como quiera ser.
Esta falta de brújula moral se hace ver en niveles elevados de deshonestidad, de infidelidad conyugal, en jóvenes que no se casan porque no pueden confiar en personas que piensan y se comportan como ellos mismos. La vemos en personas pesimistas, materialistas y ansiosas, que exigen tolerancia pero condenan a aquellos que deciden ser fieles a algún principio.
Frente a estas actitudes, la Biblia representa un poderoso desafío. Nos enseña que nosotros los humanos no somos la fuente de la verdad, tampoco somos quienes definimos lo que está bien o mal a nuestra conveniencia. Nos dice que podemos estar equivocados y necesitados de un cambio. Según la Biblia, Dios, nuestro amante Creador, es la máxima autoridad. Jesús es el “camino, y la verdad, y la vida” (S. Juan 14:6), por lo tanto, “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29).
Respecto de las tensiones entre el mundo y las enseñanzas de Cristo, el apóstol Pablo aconsejó: “Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:3-5).