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“Y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isaías 9:6).

La primavera islámica que inició revueltas en Egipto, Libia, Yemen, Siria y Tunisia, trajo a los programas de noticias la complejidad y efervescencia del mundo musulmán. A mediados de 2009, había aproximadamente 1.520 millones de musulmanes. Los hindúes, budistas, religiones regionales en China y sikhs suman otros 1.900 millones.1 El auge de las religiones no cristianas es innegable, pero en la época navideña el nombre sagrado que resuena a lo largo del planeta es el nombre de Jesús.

En las Américas, Europa, y crecientemente en los países de la ex Unión Soviética, aun en 2011 se escucha una mención incesante de la entrada personal de Jesucristo en la historia. En miles de centros comerciales y cívicos se oyen villancicos sobre el nacimiento de Jesús, y la escena del pesebre palestino se reproduce a cada vuelta de la esquina.

¿A qué se debe el éxito del evangelio de Jesús? ¿Se trata del producto de hábiles mercaderes que aprovechan el tema para alimentar su avaricia? ¿Por qué hasta hoy resulta tan atractivo el tema del nacimiento de un rabino del primer siglo?

No es que el evangelio de Jesús no tenga sus detractores. Hay quienes pretenden tratar el evangelio como una narración sagrada entre muchas. Pero sin restar méritos al contenido positivo de las grandes religiones, propongo que el atractivo del evangelio reposa en tres grandes pilares: la Biblia, el efecto del mensaje en la vida de los creyentes y la persona de Jesucristo.

La Biblia, un documento de gran fuerza histórica y espiritual escrito en el transcurso de 1.500 años, por más de cuarenta autores, guarda una extraordinaria consistencia interna y un poderoso mensaje de esperanza centrado precisamente en la llegada y existencia en esta tierra del Hijo de Dios. En ella el mismo Jesús nos dice: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (S. Juan 5:39).

Los creyentes no podemos demostrar científicamente la veracidad histórica de cada palabra de la Biblia, pero tampoco necesitamos hacerlo para creer en su mensaje. Los cristianos hemos decidido creer que el Espíritu de Dios estuvo involucrado en su inspiración; por lo tanto, lo que no podemos probar con el método científico, lo aceptamos en base a la fe.

El efecto de la fe en la vida del creyente es otro gran argumento a favor del evangelio. No fueron palabras huecas las pronunciadas por los ángeles de Belén: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (S. Lucas 2:14). Un beneficio tan valioso como la paz, ya sea política o del alma (la más segura), sigue siendo un extraordinario producto de una relación de fe con Dios. ¡Cuánto alivio siente aquel que confía en la Palabra de Dios! El profeta Isaías expresa la promesa de paz en dos áreas de la vida espiritual: la paz del perdón y la paz de vivir en armonía con la voluntad de Dios.

“Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18). También escribió: “¡Oh, si hubieras atendido a mis mandamientos! Fuera entonces tu paz como un río, y tu justicia como las ondas del mar” (Isaías 48:18).

La tercera razón de la atracción de la historia navideña es la vida de Jesucristo. A pesar de las dudas y los ataques de los escépticos, la evidencia histórica muestra que Jesús nació alrededor del año 4 a.C. en Belén. Un ángel se le apareció a José, el esposo de María, para decirle que su hijo no era producto de la infidelidad, sino que respondía a un supremo propósito divino. “Y [María] dará a luz un hijo —continúa el Evangelio— y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (S. Mateo 1:21).

En este nombre y su significado se encuentra el mensaje esencial del cristianismo y el elemento que ha de sobrevivir y trascender cualquier polémica teológica.

El nombre sobre todo nombre

José tendría no solo el privilegio de servirle de padre al niño sino de ponerle un nombre ya establecido por el cielo a los ocho días de nacido. “Jesús” (Iesóus en griego) era equivalente al nombre hebreo Yehoshua o “Josué”, que significa “Jehová es salvación”.2 El nombre dado a las criaturas en tiempos bíblicos expresaba la esperanza de los padres respecto del futuro del recién nacido. En este caso, fue el ángel quien expresó la misión sobrenatural del niño Dios: “Él salvará a su pueblo de sus pecados”.

Los judíos anhelaban que el Cristo viniese para salvar a su pueblo del poder de Roma, para restaurar la autonomía política de Israel. Jesús no vino a eso. Él vino para salvarnos de nuestros pecados, no en ellos. Un concepto altamente comprometedor, uno que habla de cambios en nuestra conducta y en nuestra misma naturaleza.

Jesús vino a librarnos de las cadenas de la inmoralidad, el vicio, el crimen, el odio, el egoísmo, el abuso y la miseria: del poder de un enemigo mucho más formidable que Roma. Vino “a buscar y a salvar lo que se había perdido” (S. Lucas 19:10).

Para los incrédulos y los críticos del cristianismo es más fácil convertirlo en un disidente palestino o en un revolucionario empeñado en contrariar la filosofía romana y el pensamiento judío del primer siglo. O en un sabio o un gran maestro de la antigüedad. Pero Jesús era y es el Salvador. Cuando se acepta que él en efecto tuvo la misión de salvarnos del pecado, entonces su vida y cada uno de sus actos y palabras cobran sentido. Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo para salvarlo (S. Juan 3:16).

El problema

El pecado es un concepto ofensivo para la mente humana moderna. Se lo asocia con un sentido de culpabilidad enfermiza que limita nuestros sentimientos y acciones. A causa de que no existe ni la bondad ni la maldad absoluta —dicen muchos—, nuestros actos responden a las circunstancias y no se podría decir que son esencialmente malos. Mentir tiene su lugar, al igual que cometer adulterio y matar a otros seres humanos. Este relativismo que dice que cada uno tiene derecho a hacer como le plazca con su vida, se resiste a aceptar la definición bíblica del pecado.

La Biblia nos dice que el pecado es la condición de rebeldía hacia Dios el creador. Una condición que se introdujo en la raza humana al comienzo mismo de su existencia y que persiste y se transmite por la herencia y las costumbres que cultivamos. Los actos que se cometen bajo esa condición general de rechazo de Dios se convierten en una barrera entre él y nosotros (ver Isaías 59:2).

A causa de que la voluntad de Dios ha sido expresada por medio de los Diez Mandamientos, el pecado es también definido como infracción de esa ley (1 Juan 3:4). Cristo no solo cumplió la ley, sino que vino a ponernos en armonía con esa voluntad divina, a grabarla en nuestro corazón (S. Mateo 5:17-18; Jeremías 31:33; Ezequiel 36:26-27). Su obra nos libera no solo del peso esclavizante de la culpa, sino también de nuestro deseo de buscar el mal. Vino a reconciliarnos con Dios y a redimirnos de “toda iniquidad” (Tito 2:14).

Por eso es que el apóstol Juan nos dice: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9, la cursiva es nuestra).

Jesús vino a salvarnos del pecado porque el pecado es la causa fundamental del sufrimiento humano, de las guerras, la injusticia, la enfermedad y la misma muerte. La llegada de Jesús y su sacrificio en la cruz fue el gesto de reconciliación de Dios con el ser humano rebelde y nos abrió una puerta hacia la vida y la esperanza.

Por eso es que el nombre “Jesús” es tan precioso. Porque incluye en sus letras la promesa de la redención, la esperanza gloriosa de ser salvos para siempre. Bien dijo el apóstol Pedro refiriéndose a ese nombre: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Jesús todavía salva. ¿Quisieras invocar hoy su santo nombre?

1 The World Almanac and Book of Facts 2011, ©2011.
2 Comentario Bíblico Adventista, t. 5, p. 270.

El nombre de Jesús

por Miguel A. Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Diciembre 2011