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Más allá bullicio y los quehaceres de la época, se encuentra la oportunidad de abrir el corazón a la paz de Dios.

En su librito El edredón navideño, Thomas J. Davis1 relata la historia de una madre, ya anciana y delicada de salud, que espera la llegada de su hijo, Pepe, después de una ausencia de largos años. A la casita acurrucada en la falda de una montaña llegan cartas en las que promete venir a visitarlos, pero nunca cumple su promesa. En esa Navidad, como tantas otras, todos en la casa le siguen la corriente a la viejita, convencidos de que Pepe no aparecerá, como tantas veces.

A Pepe ya no le importa más la familia, según su hermana Luisa. Ella vive resentida por el desprecio de este hermano con el que se había criado. Habían jugado juntos con las lagartijas en el patio de atrás de la casa, nadado en la quebrada de Smoky Hollow, se habían sentado en las bancas duras de la iglesia, transpirando por el calor, pero más por los gritos del pastor, que tronaba desde el púlpito con sus amenazas de las llamas del infierno para quien no se arrepintiera. Ella no se arrepentía de sus resentimientos con su hermano, ya era hora que Pepe respondiera a su deber como hermano e hijo.

Un día, viendo que su mamá se desmejoraba cada día más según se acercaba la Navidad, Luisa se sentó, con lágrimas que rodaban por las mejillas, y comenzó a escribir una última carta a su hermano: “Si no llegas esta vez, no verás a mamá con vida”. Ya Luisa había decidido perdonar a su hermano y solo esperaba que él aceptara su confesión y volviera al hogar.

Mientras tanto, la mamá seguía trabajando cada día en el edredón, cortando y cosiendo los retazos para ir creando escenas del nacimiento del Niño Jesús. En una de ellas se veía a un pastor solitario que caminaba hacia el portal de Belén. Así veía la madre a su hijo perdido, caminando hacia el hogar natal, no porque se lo habían exigido, sino porque ya era hora de volver.

Así fue que llegó el día de Navidad y se oyó un leve toque en la puerta. El hijo pródigo había regresado y todos celebraron su llegada: su hermana, porque ya lo había perdonado y recibido su perdón, y su madre, porque nunca dejó de perdonarlo.

La Navidad es una ocasión especial para perdonar porque representa el principal acto divino de perdón en esta tierra. Ese Bebé nacido del Espíritu Santo y de una pobre muchacha adolescente, sin nombre y sin fama, recoge las dos caras del perdón, como las dos caras de una preciosa moneda: lo inconcebiblemente trascendente a la vez que cotidiano. El perdón que ejercemos a diario nos emparenta con la Divinidad y nos asegura la identidad perpetua de ser hijos e hijas del omnipotente Dios Creador y Salvador, para “anunciar las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9).2 La mayor virtud de Dios se manifestó en el nacimiento de Cristo, y ese amor que emana de la Navidad debemos compartirlo con los que nos han ofendido.

El cielo se les abrió a los pastores aquella noche para anunciar la llegada del Hijo de Dios: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, entre los hombres de buena voluntad” (S. Lucas 2:14). Esta bienaventuranza recuerda el nombre que Isaías le asigna al Hijo de Dios: “Príncipe de Paz” (Isaías 9:6), identificando a este Bebé con el Mesías. Los ángeles se asombraron cuando nació aquel Niño que Dios había destinado para salvar a la humanidad enajenada de su Hacedor. Tanta alegría había en el cielo que las murallas celestiales no podían contener las alabanzas angelicales que llegaban a la tierra. El Niño Dios es nada menos que el Salvador prometido a través de todo el Antiguo Testamento, el Príncipe de Paz que logrará reconciliar el mundo caído con su Creador.

La palabra que aparece en el griego original como “paz” es la misma palabra hebrea shalom. La palabra hebrea no se limita a señalar la ausencia de guerra o de conflicto. Significa más bien la presencia de un orden social de bienestar y armonía. Los que reciben esta paz mesiánica son los “hombres de buena voluntad” o los seres humanos que reciben la buena voluntad de Dios.3 Además, el pasaje sugiere que los seres humanos que reciben la buena voluntad de Dios deben mostrar esa buena voluntad a su prójimo.

Lo que maravilla de este extraordinario don de amor es que pocos lo esperaban, y no sabían que les hacía falta. Era como si alguien que usted no conoce lo sorprendiera con un gran regalo. Así fue que Dios, por su misericordia, por su gracia inmerecida, por su infinito amor, nos sorprendió con el regalo de su Hijo, sin que lo conociéramos, sin que ni acaso nos diéramos cuenta que nos hacía falta.

Guillermo y Marietta Jaeger y sus cinco hijos acampaban en las bellas montañas del norte de los Estados Unidos, cuando una noche un hombre entró al campamento y secuestró a su hijita de siete años que dormía tranquilamente en la carpa que compartía con su hermana mayor. No es posible imaginarse lo que padeció esta madre cuando se enteró unos meses después que su hijita había muerto a manos de un enfermo mental con antecedentes de violencia. Al principio, lo único que quería hacer era matarlo con sus propias manos, hacerlo sufrir lo que había sufrido su pobre Susy. La rabia que sentía empezó a dominar su vida a tal punto que amenazaba con hacerla perder todo sentido de la realidad.

Todo siguió así, hasta que un día se dio cuenta de que el enojo que abrigaba en su corazón contra este asesino no lo estaba matando a él, como hubiera querido, sino que la estaba destruyendo a ella. Esta revelación la llevó a emprender la jornada del perdón. Y, sin que el asesino se disculpara ni se diera cuenta de lo que había hecho, Marietta lo perdonó. Así como Dios lo hizo con nosotros, Marietta perdonó a quien ni siquiera era consciente del dolor que había infligido a esa familia.

Pero, cabe preguntar: Si perdonamos ¿no estamos aprobando el mal que se nos hizo? Podemos contestar esa pregunta con otra: ¿Aprobó Dios nuestro pecado al perdonarnos? Lejos de aprobar el pecado que nos alejó de él, Dios reconoció el pecado tal como era: la violación de la ley de amor. Se permitió sentir sus efectos en lo más profundo de su ser: el dolor de verse alejado de sus criaturas. En ese estado, Dios escogió perdonarnos. En vez de pagarnos con la misma moneda, nos dio su amor por nuestro odio, su integridad por nuestra deshonra, su generosidad por nuestro egoísmo.

María entendió las exigencias de esta humildad cuando se casó con Pablo*. Pablo y su hermanito Pedro quedaron huérfanos de padre a una edad muy temprana, y como consecuencia Pablo se convirtió en el “padre” de Pedro. Si éste necesitaba ropa para la escuela, era Pablo quien se la compraba; si le hacía falta dinero para alguna necesidad, Pablo trabajaba más horas para suplírselo.

Cuando Pablo y María se casaron y empezaron su ministerio pastoral, Pedro sintió que ella le había robado a su hermano y “padre”. En adelante buscó todas las maneras habidas y por haber de hacerle imposible la vida. Dondequiera que iban, allí se presentaba Pedro para sembrar cizaña contra María. Durante mucho tiempo, María tuvo paciencia con su cuñado, hasta que ya no pudo más. Como ambos esposos no podían soportar más esa situación, convinieron en llevar el asunto a la junta de su iglesia.

Pero la noche antes de la reunión de la junta, María tuvo un sueño en que oyó una voz que le decía: “¡Perdónalo! ¡Perdónalo!” Incapaz de reconciliar el sueño, se puso a orar. Al día siguiente se fueron a la reunión donde se le pidió que expusiera su queja contra Pedro. Se puso de pie y dijo: “No tengo queja contra mi cuñado. Lo amo como a un hermano y lo perdono”. Se sentó y sobre los allí reunidos cayó un silencio sepulcral; nadie se movía, nadie decía nada. Por el rabillo del ojo, María vio a Pedro deshecho en lágrimas. Cuando pudo dominarse, Pedro se puso de pie y confesó todo lo que venía haciendo para amargarle la vida a su cuñada. Al terminar, los dos se abrazaron. Hoy, según cuenta María, ¡Pedro es su defensor más ferviente!

Como la madre de la historia con la que comenzamos este artículo, María no esperó el reconocimiento de quien la había ofendido. Simplemente perdonó antes de toda confesión. Si hubiera esperado primeramente el reconocimiento del error por parte del ofensor, posiblemente nunca habría conseguido lo que logró al perdonarlo primero. Esta es la eterna lección de la Navidad: Dios en su amor hizo nacer a su Hijo Unigénito para poner en marcha nuestra salvación, a fin de que luego nos arrepintiéramos. El nos amó primero. Él nos perdonó primero. Se humilló para dar el perdón a quienes ni sabían el daño que habían hecho; a los que a sabiendas pecaban alevosamente; a los que escondían su vida pecaminosa tras una fachada de santidad falsa.

En fin, el Niño Jesús vino a encarnar el perdón que Dios ya nos había regalado y a enseñarnos a saber perdonar a los otros. Este es un regalo navideño que puede durar todo el año, incluso ¡toda una vida!

* Los nombres fueron cambiados.

1Thomas J. Davis, The Christmas Quilt, (Nashville, TN: Rutledge Hill Press, 2000). 2 Todas las referencias bíblicas están tomadas de la versión Nueva Reina Valera, 2000. 3“Luke 2:14” en John Nolland, Word Biblical Commentary (Dallas, TX: Word Books, 1989), t. 35a, pp. 108, 109.


La Doctora Lourdes Morales-Gudmundsson es profesora de Lengua y Literatura Española en la Universidad de La Sierra, en Riverside, California. Es autora de varios libros y presentadora del conocido seminario "Te perdono, pero".

La Navidad: Tiempo de Perdonar

por Lourdes Morales-Gudmundsson
  
Tomado de El Centinela®
de Diciembre 2006