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Si estás leyendo estas líneas y eres mujer, entiende que fuiste creada para representar el poder recreador de Dios en sus criaturas.

El mundo del siglo XX1 está caracterizado por millones de seres humanos que constantemente están utilizando sus sentidos para entender, reconocer y asimilar las realidades y misterios de su entorno. En esta búsqueda aceptan o rechazan conceptos que van captando por medio de vivencias positivas o negativas, en el transcurso de su existencia. Fue precisamente en medio de esa búsqueda interna de propósito que, como mujer, encontré la belleza y la pureza de un amor infinito expresado en un tierno Creador que tuvo a bien plasmar los principios de su plan de salvación en la delicada figura femenina.

Dios nos creó en perfección y pureza, pero la entrada del pecado causó una ruptura entre el hombre y Dios e interrumpió la armonía original. Sin embargo, es de suma importancia recordar que la Palabra de Dios informa que el plan de salvación había sido preparado desde antes de la fundación del mundo (ver 1 Pedro 1:18-20), es decir, antes de la entrada del pecado. En otras palabras, cuando Dios decidió crear a la raza humana con sus dos variantes de género, hombre y mujer, desplegó ante el universo la fórmula perfecta que erradicaría los estragos causados por el virus mortal del pecado. Satanás no se percató de que al intentar mancillar la obra suprema de Dios, solo alcanzó a desencadenar los eventos que producirían el advenimiento de la Simiente, único antídoto para el veneno del pecado. Y en esta empresa la figura femenina encierra muchos de los conceptos teológicos inherentes en el plan de salvación.

La función femenina como metáfora del proceso de redención

Mientras que el hombre ilustra de manera pasiva la obra redentora de Cristo Jesús, como parte de este gran plan, la figura femenina cobra vida participando de forma interactiva con el Todopoderoso, y así nos muestra cómo esa obra redentora ocurre en cada hijo de Dios.

Cuando un pecador acepta a Jesús como su Salvador personal, recibe la justicia imputada e impartida de Cristo. Esta justicia le otorga el poder del Espíritu Santo para resistir al pecado y vivir sirviendo a Dios mientras su carácter es moldeado a la semejanza de Cristo. Es por eso que San Pablo exclama: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20). Y es también la razón por la que en el tercer capítulo del Evangelio según San Juan, y ante la incertidumbre de Nicodemo, Jesús indica que para ingresar en su reino es necesario nacer de nuevo. Muchas personas hoy, así como muchos otros en la antigüedad, no captan las grandes verdades del evangelio más allá de un mero concepto filosófico porque analizan y experimentan sus principios bajo el lente de una mentalidad y una perspectiva masculina.

El cortejo ilustra la obra del Espíritu que llama al pecador

El Padre desea que aceptemos su amor, por el que nos concedió a su único Hijo “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (S. Juan 3:16). Por eso envía su Espíritu Santo, quien nos busca, nos corteja y nos enamora. Cuando aceptamos la declaración del amor redentor de Dios, nos entregamos a él. Entonces nos convertimos en vasijas dispuestas a ser llenas de su presencia y su gracia.

La gestación ilustra la obra del Espíritu en la conciencia

Ahora comienza a crecer en nuestro interior un ser nacido del Espíritu. El período de gestación, en que la madre carga a esa nueva criatura, representa el tiempo en el que el ser humano es llevado y protegido por el Espíritu Santo hasta que llega a término completo, cuando la persona acepta a Jesús como su Salvador personal, y nace del agua por el bautismo.

El cuidado materno ilustra la obra del Espíritu en el cristiano

Cuando la criatura nace requiere los cuidados tiernos y constantes de la madre, que incluye su alimentación exclusiva con leche materna. Este régimen no progresa hasta que la criatura esté preparada para el alimento sólido. San Pablo utilizó esta ilustración cuando habló del crecimiento espiritual: “Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces, ni sois capaces todavía” (1 Corintios 3:1, 2). El Espíritu Santo trabaja progresivamente hasta que obtengamos una relación personal y madura con Cristo Jesús. La etapa infantil requiere de los cuidados pacientes y delicados de una madre que entienda que su labor principal es la de plasmar la imagen divina en otro ser humano con la ayuda y la dirección del Espíritu Santo. Una vez que este nuevo ser llega a ser adulto, estará capacitado por el mismo Espíritu para ser un vaso de bendición a los que lo rodean.

La mujer representa a la iglesia

Ahora comienza una nueva etapa en la que cada persona que responde al llamamiento divino tendrá una labor especial que cumplir en el plan maestro de Dios hasta que el bien aniquile al mal. Aquí los eventos proféticos concernientes a la iglesia, el pueblo de Dios, son representados por una mujer casta que recibe la ayuda divina para resistir y vencer en el conflicto con el maligno por medio de la sangre del Cordero (ver Apocalipsis 12). Una vez erradicado el pecado, los fieles de todas las naciones vivirán para glorificar a Dios por la eternidad.

Es grato comprender que cuando Dios creó a la mujer, le dió características únicas que llegarían a ser figura y símbolo del proceso redentor.

Si estás leyendo estas líneas y eres mujer, entiende que fuiste creada para representar el poder recreador de Dios en sus criaturas. Si eres hombre, entiende que como representante de Cristo tu vida debe reflejar lo que dice Jeremías: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (31:3). Pero ambos debemos recordar que la Palabra de Dios nos dice por el mismo profeta: “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te dí por profeta a las naciones” (1:5). La mujer es símbolo de la gracia divina, el hombre representa la justicia.

La mayor historia de amor, el Evangelio eterno, será ilustrada por la eternidad en la unión perfecta del hombre y la mujer bajo la dirección de un Dios amante. Dos mitades de un todo, la máxima creación divina, unidas por el vínculo sagrado de la fuente de amor infinito. “La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron” (Salmo 85:10).

La autora escribe desde Orlando, Florida.

Una mirada femenina de la salvación

por Laurie Fernández
  
Tomado de El Centinela®
de Julio 2014