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Esto es lo que creen los estudiosos de las profecías mayas, quienes, luego del terremoto y posterior maremoto del pasado 11 de marzo en Japón, adelantaron el fin del mundo del 21 de diciembre de 2012 para el 31 de mayo de este año. Pero Hiromitsu se negó a que fuera el fin del mundo para él. Este hombre de 63 años se subió a una lámina de madera del techo de su casa y esperó dos días para que fueran a su rescate. Fue hallado sano y salvo, flotando nada menos que a quince kilómetros de la costa.

Son estas historias las que alientan el corazón abatido por la desgracia. Porque cuando la naturaleza azota, los seres humanos nos unimos y por vocación natural buscamos una razón para seguir creyendo, seguir viviendo. Todo lo contrario de lo que sucede cuando es la acción del hombre la que produce la desgracia, como la pérdida de petróleo en el Golfo de México el año pasado. Entonces, según los sociólogos, la reacción humana cambia para mal.

Pero además de estas historias de rescate aquí y allá que encendieron la esperanza en medio de tanta muerte y desolación, lo que se vio después de la destrucción desoladora, cuando los reactores colapsados del centro nuclear de Fukushima comenzaron a despedir radiactividad, pareció ser una prueba de la resistencia de los japoneses a la adversidad. ¿Cuánto peligro pueden soportar antes de cambiar sus códigos de disciplina y sus buenos modales? Es todo un misterio, aunque una cosa quedó clara: correr el riesgo de respirar una cantidad de radioactividad varias veces mayor a la tolerable por el cuerpo humano cambió el temperamento del pueblo japonés. En el día más peligroso para su salud en varias décadas, los japoneses del noroeste que no fueron afectados por el terremoto decidieron que no podían faltar al día siguiente a su puesto de trabajo. Tamaña indisciplina hubiera sido vista por sus superiores como una ofensa intolerable.

Es encomiable la capacidad de este pueblo para esperar pacientemente en las peores condiciones de vida, en un lugar inhóspito y devastado, la ayuda proveniente de sus compatriotas, sin siquiera sopesar la posibilidad de cometer pillajes en las casas abandonadas o caer en riñas por conseguir alimento y agua de los equipos de rescate. Ni un maremoto de proporciones históricas fue capaz de alterar la conducta de este pueblo.

Hasta el momento en que escribimos estas líneas, el sismo y el posterior maremoto dejó un total de más de 8.500 víctimas, más de 2.000 heridos y 9.500 desaparecidos. Se prevé que el número de muertos alcance los 15.000. Pero el capítulo de Japón aún no ha terminado. Ni a corto ni a mediano plazo podremos determinar la magnitud y las consecuencias ecológicas, económicas y sociales en todo el mundo que dejó el terremoto, el maremoto y el colapso de los centros nucleares.

Sin embargo, aun cuando el mundo sigue andando, surge con insistencia en nuestro corazón la pregunta: ¿Es este el comienzo del fin del mundo? Para responderla nada mejor que la Palabra de Dios. En San Mateo 24:36, refiriéndose al fin del mundo y a su venida, Jesús declara: “Pero el día y la hora y nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino solo mi Padre”. Más aún, afirmando la idea de que no podemos fijar fechas para ese acontecimiento, el mismo Jesús nos advierte: “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor… porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis” (vers. 42, 44). Estas palabras tienen un doble alcance, tanto en lo personal como en lo cósmico. Nadie sabe cuándo será el fin del mundo ni cuándo será el fin de su propio mundo. La muerte nos acecha a todos. Por eso, dice Jesús, “velad”; es decir, “estar sin dormir el tiempo destinado de ordinario para el sueño”, según el Diccionario de la Real Academia Española. Es hora de que nos despertemos del sueño de la muerte y reflexionemos en el sentido de nuestra vida. Según la profecía bíblica, los seres humanos desfallecen “por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra” (S. Lucas 21:26), pero Jesús le dice al creyente: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (S. Juan 14:1-3).

Querido lector, ¿no es esta promesa del Señor Jesús una buena noticia en medio del dolor de este mundo? ¿Por qué no entregarle hoy mismo nuestro corazón a él para alcanzar la paz que solo Dios puede dar?

Terremoto de JapĆ³n

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Junio 2011