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Con pasos apresurados y con el corazón quebrantado, Julia caminaba sin saber a dónde iba. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras apretaba en sus brazos a su pequeña hijita de tan solo un año de edad, que agonizaba. No tenía idea a dónde ir ni a quién recurrir. Los médicos la habían enviado a su casa para que su bebé muriera allí, pues la ciencia médica había hecho todo lo que podía y no había nada más que hacer.

Mientras caminaba a toda prisa por las calles vacías de su pueblo, aquella pobre mujer no se resignaba a perder a su amada niña, y rogaba a Dios que la guiara a donde alguien pudiera ayudarla. De pronto vio un templo. Había luz. Y sin pensarlo dos veces entró y caminó sin vacilar por el pasillo central de la iglesia hasta llegar al frente, donde se encontraba el ministro predicando. Interrumpió al pastor y le dijo con ansiedad: “Mi hija se muere. Por favor ayúdeme”.

El pastor, sorprendido, dejó de predicar, descendió de la plataforma y, tomando la bebé en sus brazos, dijo: “Señora, para Dios no hay nada imposible. Si es su voluntad, él hará un milagro y su hija sanará. Solamente deposite toda su confianza en él”. En seguida se arrodilló, oró con fervor a Dios, y después le devolvió la niña a su madre. La señora, abrazando fuertemente a su hijita, salió del templo y desapareció, perdiéndose en las sombras de la noche.

Pasaron los años, y un día el mismo pastor estaba predicando en otra iglesia muy lejana de aquel lugar donde había ocurrido este encuentro. Cuando la reunión terminó, se dispuso a saludar y despedir a la congregación en la puerta del templo. De pronto una señora, a quien el predicador no conocía, se acercó y con un gran afecto lo saludó y lo abrazó. Entonces le dijo: “Sé que es muy difícil que se acuerde de mí, pero hace quince años, en un pueblo lejano de este mismo Estado, usted estaba predicando una noche y una señora interrumpió su sermón. Ella llevaba en sus brazos a su pequeña hija, que agonizaba, y a quien los médicos habían desahuciado. Usted oró por esa niña y la mujer salió de prisa a su casa. Quiero decirle que yo soy aquella mujer, y aquí está mi hija, que ahora tiene dieciséis años y es fuerte y saludable gracias al milagro que Dios obró en aquella noche. A partir de ese milagro yo me uní a su iglesia y empecé una vida maravillosa de relación con Dios y con mis nuevos hermanos en la fe. Desaparecieron mi soledad y mi vacío espiritual y empecé a crecer espiritualmente como nunca antes. Mi familia también fue bendecida en manera especial, pues desde entonces toda mi familia pertenece a esta iglesia que nos arropó con su cariño y bondad”.

Este testimonio es una muestra de las incontables razones por las cuales es importante pertenecer a una iglesia. Consideremos brevemente la función de la iglesia como comunidad de fe.

La Biblia usa interesantes metáforas para referirse a la iglesia. El apóstol Pablo la describe como un cuerpo cuya cabeza es Cristo y sus miembros son los diferentes órganos, con distintas funciones, pero todos importantes para su acción. Hablando de la importancia que tiene cada uno de los miembros del “cuerpo”, dice: “Vosotros pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (1 Corintios 12:27). “Así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo”. Si el pie dijera “porque no soy mano, no soy del cuerpo”, ¿sería de todos modos parte del cuerpo? Y si la oreja dijera “porque no soy ojo, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído?” (1 Corintios 12:12, 15-17). En la epístola a los efesios, el apóstol habla de la iglesia como una familia, como una ciudad y como un edificio, y menciona el propósito por el cual existe: “En quien vosotros también sois juntamente edificados, para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). San Lucas narra en el libro de los Hechos de los apóstoles el momento maravilloso cuando el Espíritu Santo descendió en el día de Pentecostés, y como resultado el cristianismo se expandió de una manera increíble y transformó el mundo. El poder del Espíritu Santo tocó el corazón de miles de personas que reconocieron que eran pecadores y necesitaban el perdón de Dios y su salvación. Así encontramos que “el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:47). ¿Cuál es el mensaje que Dios nos envía a través de su Palabra? Que él está presente; que no nos desampara nunca. El Señor usa su iglesia como un instrumento para la salvación, para llenar el vacío del corazón humano.

La sensación más terrible del corazón humano es la que produce la soledad: sentirse ignorado, puesto de lado, marginado, rechazado. Cuando el ser humano experimenta estos sentimientos, su vida se vuelve sin sentido, vacía, sin razón de ser. No hay nada que duela más, no hay nada que desgarre tanto el alma como experimentar el desdén, el desinterés de otros. ¿A dónde ir cuando no hay punto de referencia, cuando nadie parece preocuparse por usted?

Todo esto es el resultado del pecado, de la maldad que reina soberana sobre el ser humano. Pero Dios, mediante el sacrificio maravilloso de Jesucristo, abrió el camino de regreso a una vida de paz, de plenitud y gozo. Lo hizo cuando pagó el precio del pecado de todos nosotros; pues todos “nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; más Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros… Mas él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:6, 5). Jesucristo fundó su iglesia para que sirviera de refugio, de familia, de comunidad de fe para salvación de todo aquel que acepta su invitación: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (S. Mateo 11:28). Además, el Señor Jesucristo no discrimina a nadie. Él dice: “El que a mí viene, no le echo fuera” (S. Juan 6:37).

No importa la condición en que se encuentre, Dios lo ama y lo invita a entregar su vida a Jesús, nuestro único y suficiente Salvador. La Iglesia Adventista del Séptimo Día tiene las puertas abiertas para recibirlo en su comunidad de fe. Usted, que lee este artículo, está cordialmente invitado a unirse a nosotros. Será siempre bienvenido usted y su familia. Estoy seguro de que encontrará un refugio en esta familia espiritual.


El autor es uno de los vicepresidentes de la Iglesia Adventista a nivel mundial. Escribe para El Centinela desde Silver Spring, Maryland.

La iglesia como refugio

por Armando Miranda
  
Tomado de El Centinela®
de Mayo 2012