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“La misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron”. Salmo 85:10.

Cuando el hombre se separó de su Padre, Dios tenía que dejarlo morir, pero no le dio lo que merecía sino lo que necesitaba. El hombre, originalmente “santo,* se separó de Dios, la fuente de la vida, y llegó a ser mortal. Además, por ello la naturaleza del hombre se trastornó: Dios lo había creado “santo”, pero se corrompió (Isaías 25:4).

No había marcha atrás. El hombre, por su condición de criatura, podía pecar, pero una vez que había caído ya no podía tornar a su antigua inocencia, pues solo Dios es santo intrínsecamente, y el hombre se había separado de él. Además, su naturaleza se había corrompido. Es como la ceniza que no puede volver a ser leña, o como el huevo cocido que no puede volver a su antigua frescura y ser empollado.

La justicia de Dios

Además de ser el Padre de sus criaturas, Dios es su juez. Es justo y gobierna por medio de una ley justa. Esta ley expresa su ideario y su voluntad. David dijo de esa ley adaptada a la condición humana: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo. Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; el precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos. El temor de Jehová es limpio, que permanece para siempre; los juicios de Jehová son verdad, todos justos” (Salmo 19:7-9). Jesús reveló el principio que sustenta esta ley, el amor: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (S. Mateo 22:38-40).

El hombre quebrantó esta ley y debía morir por ello. Dios tenía que decidirse entre su ley y sus hijos terrenales.

El dilema

Dios estaba ante un dilema: castigar al hombre para satisfacer su ley, o abrogar su ley para dejar vivir al hombre en su pecado.

Lo primero zanjaría el corazón de Dios y cuestionaría su amor. Lo segundo perpetuaría la rebelión e instauraría la anarquía.

Dios, que no puede ser acotado ni sometido por las circunstancias, echó mano de un recurso propio de su carácter.

La misericordia

Hay un atributo divino por el que se perdonan y remedian los pecados y sufrimientos de sus criaturas. Es la misericordia.

Antes de la creación del mundo, Dios ya tenía un plan basado en la misericordia. El Apocalipsis señala al “Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo (13:8). Es decir, junto con el proyecto del mundo Dios elaboró el proyecto del rescate del hombre. Un integrante de la Deidad debía inmolarse en lugar del hombre. Dios, en su conocimiento anticipado, ya sabía que el hombre iba a pecar y que sería reo de muerte.

Y un día, en un establo de Belén Efrata, como había profetizado Miqueas el profeta (5:2), nació el Cordero que iba a ser inmolado. A su tiempo fue presentado a su pueblo como “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (S. Juan 1:29). Y después de tres años y medio de modelar la virtud, hacer el bien y así representar al Padre, el Cordero de Dios subió la colina del Gólgota con una cruz a cuestas para ofrecerse en sacrificio por los pecados del mundo y para resolver el dilema de Dios: ni el hombre sería aniquilado ni la ley sería abolida. Ni el pecado se perpetuaría ni la justicia acabaría con la humanidad. Esa mañana del 14 de Abib, en la cruz de Cristo se encontraron la justicia y la misericordia. En el castigo aplicado a Cristo se satisfizo la justicia: el pecado fue castigado. Y en ese mismo acto, al ser sustituido en el castigo por Cristo, el pecador fue perdonado. El transgresor fue salvado sin impunidad; y la justicia fue satisfecha sin eliminar al pecador. Dios castigó en su Hijo el pecado, y en su carne el Hijo escudó a los pecadores.

Solo falta un elemento en este ingenioso recurso: la colaboración del hombre. La provisión salvífica cubre a quien la acepta y la recibe. Hay lugar para todos ante la cruz, y hay lugar para todos en el cielo. La mano de la misericordia, herida en la cruz, te dice: “No te preocupes por el castigo que mereces, ya yo lo sufrí. Acepta la misericordia y vive”.

Hay además algo muy interesante: Cristo es el Juez, pues “el Padre a nadie juzga, sin que todo el juicio lo dio al Hijo” (S. Juan 5:22). La mano autorizada para descargar la justicia sobre el pecador se tendió sobre el madero y ella misma la sufrió. Por eso, Cristo es la justicia de Dios y es nuestra justicia. Un Dios tan sabio y un Salvador tan benévolo merecen nuestras rodillas.

*Elena G. de White, El camino a Cristo (Boise, ID: PPPA, 1961), p. 9.


El autor es el editor asociado de El Centinela.

La cruz y la justicia

por Alfredo Campechano
  
Tomado de El Centinela®
de Abril 2015