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Después de un encuentro cara a cara con la muerte, un hombre, aliviado, expresó las siguientes palabras: “Estuve muy cerca de mi hogar eterno, pero no siento nostalgia por haber estado allí”.

Todos queremos ir al cielo, pero ante la muerte, aun el más creyente no quiere apurar ese paso. Prefiere su vida en este mundo.

Cuando vemos el cielo como una alternativa a esta vida, elegimos la vida. Y este es un impulso inconsciente, vital. Amamos esta vida. Pero el cielo no es una alternativa a la vida. El reino de los cielos comienza con el reino de la gracia que Cristo inauguró en esta vida. Cristo en el corazón del hombre es esperanza de vida. Cristo en su corazón y en mi corazón ya es la vida eterna.

Sin embargo, esta esperanza que se inaugura con la fe en la resurrección de Cristo, que le da sentido a esta existencia, sufre la fatiga del pecado. Por eso los creyentes suspiramos por el cielo, no porque no amemos la existencia, sino porque sabemos que lo que “Dios nos ha preparado” es infinitamente superior a este mundo de sufrimiento. Anhelamos un mundo mejor.

Y hay un mundo mejor. Según la descripción bíblica, lo que Dios está preparando para los redimidos sobrepasa de tal modo esta vida que pocos dudarían en despreciar este mundo por el nuevo. Vez tras vez la Biblia declara que este hogar eterno de los redimidos será un lugar real, con personas reales, con cuerpos y cerebros que pueden ver, oír, tocar, gustar, oler, medir, probar y experimentar plenamente. Es en la tierra nueva donde Dios fundará este cielo real. El término “tierra nueva” expresa tanto continuación como diferencia de la tierra presente. Pedro y Juan vieron la antigua tierra purificada y renovada (2 Pedro 3:10-13; Apocalipsis 21:1). Jesús deja claro que al final los salvados heredarán este planeta (S. Mateo 5:5; Salmos 37:9, 29; 115:16). La tierra nueva es ante todo esta tierra, no otro lugar desconocido. Aunque esté renovada, nos parecerá familiar, conocida. Será “nueva” porque Dios quitará de ella toda contaminación de mal.

En nuestro hogar eterno no habrá “necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará” (Apocalipsis 22:5). No habrá oscuridad, ni en la calles de la Nueva Jerusalén, capital de la tierra nueva, ni en los profundos intersticios del alma de quienes la habiten. Desde el trono de Dios, que estará en el centro de esa ciudad, fluirá el “río limpio de agua de vida” (Apocalipsis 22:1), y en sus orillas crecerá “el árbol de la vida”. Sus doce frutos contendrán el elemento vital para vencer la enfermedad, el cansancio, la vejez y la muerte (Apocalipsis 21:25; 22:2; Génesis 3:22).

Los redimidos no estarán confinados dentro de las paredes de la Nueva Jerusalén. Ellos heredarán la tierra. Allí plantarán viñas, y comerán el fruto de ellas (Isaías 65:21) —el anhelo profundo de millones de campesinos.

La eternidad ofrecerá horizontes intelectuales y espirituales ilimitados. En la tierra nueva se cumplirá la promesa que Jesús hizo a sus discípulos: “Para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (S. Juan 14:3). El propósito de la encarnación, “Dios con nosotros”, finalmente será una bella realidad (Apocalipsis 21:3).

Este hogar eterno ha sido la esperanza de Abraham (Hebreos 11:10), de Moisés, de los patriarcas y los profetas del Antiguo Testamento, de los discípulos del Nuevo Testamento y de millones de creyentes a lo largo de toda la historia de la humanidad. Si usted se desvela pensando en lo que le espera más allá de la muerte, confíe que “cosas que ojo no vio ni oído oyó. . . son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9).

El hogar eterno

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Septiembre 2007