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María Magdalena fue “una mujer de la ciudad [de la calle], que era pecadora” (S. Lucas 7:37). Natural de Betania, ciudad que se encuentra a unos tres kilómetros al sureste de Jerusalén (S. Juan 11:18), fue hermana de Lázaro y Marta (S. Juan 11:1, 2), acompañó a Jesús en su segundo viaje por Galilea (S. Lucas 8:1–3) y fue una mujer de quien Jesús echó siete demonios (S. Marcos 16:9). Jesús estuvo en su casa y a ella le gustaba oír sus palabras (S. Lucas 10:38–42). Envió a buscar a Jesús cuando su hermano Lázaro se enfermó (S. Juan 11:1–3). Derramó perfume sobre la cabeza de Jesús (S. Mateo 26:7). Ungió los pies de Jesús, lloró sobre éllos, los besó y los secó con sus cabellos (S. Mateo 26:7, 8; S. Lucas 7:38; S. Juan 11:2; 12:3).

Se la conoce como María Magdalena, seguramente por haber vivido en Magdala, una ciudad en la orilla occidental del mar de Galilea, entre Capernaúm y Tiberias, donde conoció a Jesús cuando éste recorría esas regiones.

Su nombre se asocia con adulterio. Cuando el fariseo, Simón el leproso, “dijo para sí: Este [Jesús], si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora” (S. Lucas 7:39), se estaba refiriendo a ella como a una adúltera. ¿Sería posible que Simón, al identificar en su corazón a María como una pecadora, estaba confesándose haber convivido con ella, y que nadie, salvo ella misma, lo sabía? Esto es, nadie lo sabía. Excepto Jesús.

Esta práctica era como un demonio que se había posesionado de ella. Quería liberarse, pero no podía. Hasta que Cristo vino y reprendió a los demonios que la poseían (S. Lucas 8:2). Jesús la perdonó y la restituyó a su vida normal.

Ella regresó a Betania, su aldea natal (S. Juan 12:1). Allí fue invitada, junto con su hermano Lázaro y su hermana Marta, a una cena en casa de un fariseo llamado Simón el leproso (S. Juan 12:2; S. Marcos 14:3).

Fue allí que derramó sobre la cabeza del Maestro “un vaso de alabastro de perfume de nardo puro de mucho precio” (S Marcos 14:3); y además “ungió los pies de Jesús y los enjugó con sus cabellos” (S. Juan 12:3). Seguramente sabía de la inminente muerte de Cristo (S. Marcos 14:8) y deseaba ungir su cuerpo antes de su muerte, en agradecimiento por el perdón y el cambio que había experimentado en su vida. Este perfume vino a ser una ofrenda de gratitud, un símbolo de su corazón, una demostración de su amor a Cristo. Con este acto María Magdalena le entregó su vida a Jesús. Ninguno de los discípulos le lavó los pies a Jesús, pero la “pecadora” sí lo hizo; con lágrimas y perfume, y se los secó con su cabellera.

Todo ocurrió seis días antes de la muerte de Jesús (S. Juan 12:1). Llegó el día de la crucifixión. Mientras que los discípulos huyeron y no se identificaron con él, María Magdalena, “la pecadora”, estaba cerca de la cruz junto con María, la madre de Jesús, y la tía, también de nombre María (S. Juan 19:25). Colgado de la cruz, Jesús vio a María Magdalena, “la pecadora”, al lado de su madre. Ver a María, una mujer pecadora, ahora perdonada, restituida y transformada, le trajo gozo a su corazón en medio de su sufrimiento. María está al pie de la cruz, representando a las mujeres de todas las épocas; y el ladrón crucificado a su lado, representando a todos los hombres. En ellos estaba representada toda la raza humana. El perdón dado a ellos y su restitución habla a cada pecador y le da esperanzas. Si sólo por ellos dos Cristo moría, el gran plan de salvación era un éxito. Ambos pecadores, ambos perdonados y ambos salvados.

María estuvo a su lado hasta que pronunció sus últimas palabras: “Consumado es” y “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Vio cuando lo bajaron de la cruz, cuando lo llevaron al sepulcro, cuando lo envolvieron en una sábana, dónde lo sepultaron y cómo fue puesto su cuerpo (S. Lucas 23:55; S. Marcos 15:47). Allí frente a la tumba se sentó María para vigilar su cuerpo (S. Mateo 27:61). Muchos pensamientos se agitaban en su mente.

María estaba sentada frente a la tumba, pero llegaría el día de la resurrección y ella entraría dentro de esa tumba.

Veía una tumba ocupada, pero en el día de la resurrección vería una tumba vacía.

Estaba frente a una tumba cerrada, pero pronto estaría frente a una tumba abierta.

Veía un Cristo crucificado, pero por la resurrección vería un Cristo glorificado.

Estaba triste y sin esperanzas, pero llegaría el día de la resurrección cuando su corazón se llenaría de gozo.

Lloraba a un Cristo muerto, pero pronto alabaría a un Cristo vivo.

Sufría por un Cristo sepultado, pero llegaría el día de la resurrección y vería a un Cristo resucitado.

Veía la muerte como una enemiga, pero pronto la vería “absorbida en victoria”.

María fue la primera en ver la tumba vacía (S. Juan 20:1), la primera en entrar al sepulcro (S. Lucas 24:3), la primera en ver a Cristo resucitado (S. Marcos 16:9), la primera en dar la noticia de su resurrección (S. Lucas 24:9,10; S. Juan 20:1, 2). Lo que no hicieron los discípulos, lo hizo una mujer, la que era “pecadora”.

La que antes fue dominada por el pecado luego fue dominada por el amor al Crucificado. La que para Simón era una “pecadora” para Cristo era una perla de gran precio. La que para Judas fue una despilfarradora, para Cristo fue una mujer agradecida. Para los demonios María fue su esclava, para Cristo fue un ser humano liberado. Para Lázaro fue su hermana, para Cristo fue una hija de su reino.

La María transformada ha llegado a ser el ejemplo para toda la humanidad. Su vivencia ha sido y sigue siendo experimentada por miles de pecadores y pecadoras a través de las edades.

No sabemos más de María a partir de la resurrección. Sólo nos queda concluir que ella estaba incluida entre las “mujeres” que estaban en el aposento alto con los discípulos (Hechos 1:14).

Al igual que a María, hoy Jesús quiere echar los demonios del pecado. Al igual que a María, él nos perdona, nos restituye y nos transforma.

Amigo lector que está leyendo estas líneas, venga a Jesús con su pecado, no importa cuál sea. Él lo comprenderá, lo perdonará, lo restituirá y lo transformará.


El autor es ministro y administrador de la Iglesia Adventista y escribe desde Puerto Rico.

María Magdalena

por Fred E. Hernández
  
Tomado de El Centinela®
de Agosto 2007