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La lucha entre el bien y el mal no es la condición ideal ni permanente de la humanidad.

A pesar de todos sus sinsabores, el mundo es un lugar maravilloso. Con los momentos tristes vienen ocasiones de gran felicidad. Compartimos risas con amigos y familiares; nos casamos y vemos casarse a nuestros hijos; tenemos hijos y nietos; podemos disfrutar el resultado de nuestras labores; vemos crecer las plantas. Si la vida no fuese tan buena, no notaríamos tanto la presencia del mal.

El dolor y el sufrimiento se enfrentan diariamente con el bienestar y la esperanza. Todos reímos y lloramos en diferentes circunstancias y en diferentes grados, pero tanto la alegría como el descontento son partes inevitables de nuestra condición. Toda nuestra historia es una mezcla de bien y mal.

Tan es así, que algunos suponen que el bien y el mal son dos caras de la misma moneda, o dos energías opuestas que deben ser balanceadas. La mayoría aprende a aceptar la presencia del mal; algunos lo llegan a promulgar con sus acciones. En la Biblia aprendemos varios elementos de esta eterna controversia que quizá debiéramos repasar.

Dios hizo al mundo “bueno en gran manera” (Génesis 1:31). Un enemigo vino a desconectar al ser humano de su Creador (ver Génesis 3). Satanás es el culpable inicial de esta desconexión que la Biblia llama pecado. Isaías describió el problema en estos términos: “Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios” (Isaías 59:2).

Esta división se tornó universal. San Pablo escribió: “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). El pecado es un veneno que produce la muerte, pero Dios proveyó un antídoto. El mismo capítulo dice que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (vers. 20). Su solución incluyó la llegada a este mundo de Jesucristo, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (S. Juan 1:29).

En la Biblia, la lucha entre el bien y el mal no es la condición ideal ni permanente de la humanidad. Tuvo un comienzo y tendrá un final. El mal no se necesita para compensar el bien. El mal es un intruso, al igual que la enfermedad y la muerte. Tampoco el mal es la voluntad de Dios. Dios ni siquiera quiere la muerte del impío (ver Ezequiel 33:11). Jesús nos dijo clara e inequívocamente: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (S. Juan 10:10).

Jesús describió el mundo en términos de un sembrado en el cual alguien (Satanás) introdujo malezas o cizaña. Según su parábola, los siervos vinieron y le preguntaron al dueño del campo: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, tiene cizaña? Él les dijo: Un enemigo ha hecho esto” (ver S. Mateo 13:24-28).

Dios no es nuestro enemigo. Dios es amor (1 Juan 4:8). Él interviene para arreglar las cosas. En un futuro no muy lejano destruirá el mal que nos asedia. Los ejércitos del cielo vendrán a hacer justicia (ver Apocalipsis 19:11-21). El mundo será renovado. No habrá más muerte, ni clamor ni dolor (Apocalipsis 21:1-5). No habrá más pecado ni más lágrimas. Aunque a veces parezca invencible, el mal llegará a su fin. El bien triunfará. Ésta es nuestra esperanza.


Miguel Valdivia es director de El Centinela®.

El bien y el mal

por Miguel A. Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Agosto 2006