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Mezclar la religión y la salud produce resultados sorprendentes

Es viernes de mañana y Marge Jetton conduce su Cadillac rosado como un bólido por la autopista de San Bernardino. Observa la carretera a través de gafas oscuras, su cabeza apenas sobrepasa el timón. A Marge, que cumplió 101 años en septiembre, se le ha hecho tarde para uno de varios compromisos como voluntaria que tiene el día de hoy, y ha decidido acelerar la marcha. Antes de esto, caminó una milla (1,6 km), levantó pesas y comió su plato de avena. “No sé por qué Dios me ha dado el privilegio de vivir tanto —me dice—. Pero lo hizo”.

El caso es que la religión de Marge explica bastante su vitalidad. Marge es adventista del séptimo día. Estamos en Loma Linda, California, a medio camino entre Palm Springs y Los Ángeles. Aquí, rodeada por naranjales y usualmente cubierta por smog color mostaza, vive una población de adventistas que ha sido estudiada repetidamente.

La Iglesia Adventista del Séptimo Día nació durante una época de reformas de salud en el siglo XIX, que popularizó el vegetarianismo, las galletas graham y los cereales para el desayuno (John Harvey Kellogg, el inventor de los “corn flakes”, era adventista), y siempre ha predicado y practicado un mensaje pro salud. Prohíbe expresamente fumar, consumir alcohol y comer alimentos que según la Biblia son inmundos (ver Levítico 11 y Deuteronomio 14), tal como la carne de cerdo. También recomienda que no se consuman otras carnes, alimentos ricos en grasa, bebidas cafeinadas o condimentos “estimulantes”. Elena de White, quien ayudó a moldear la Iglesia Adventista temprana, escribió: “Los granos, las frutas, las nueces y los vegetales constituyen la alimentación escogida para nosotros por el Creador”.

Los adventistas también observan el sábado. Durante el sábado se reúnen con otros miembros de iglesia y disfrutan de un santuario en el tiempo que los ayuda a aliviar el estrés. Hoy día muchos adventistas siguen el estilo de vida prescrito por su iglesia, quizá un testimonio a la eficacia de mezclar la salud con la religión.

Desde 1976 hasta 1988, el Instituto Nacional de la Salud patrocinó un estudio de 34.000 adventistas en California para ver si su estilo de vida orientado hacia la salud afectaba su longevidad y sus riesgos de contraer enfermedades cardiacas y cáncer. La investigación demostró que el hábito de consumir legumbres, leche de soja, tomates y otras frutas disminuyó el riesgo de ciertos tipos de cáncer entre adventistas. También sugirió que comer pan integral, tomar cinco vasos de agua al día y, lo que resultó más interesante, comer cuatro porciones de nueces a la semana, redujo su riesgo de enfermedades del corazón. Encontró que abstenerse de carne roja puede ayudar a evitar tanto el cáncer como las enfermedades cardiacas.

La investigación alcanzó una conclusión sorprendente, dice Gary Fraser, de la Universidad de Loma Linda: El adventista promedio vive de cuatro a diez años más que el californiano promedio. Esto significa que los adventistas representan una de las culturas de longevidad más convincentes del país.

Me encuentro con Marge en la peluquería Plaza Place en Redlands, donde ha mantenido una cita con la estilista Bárbara Miller cada viernes durante los últimos 20 años. Cuando llego, Marge está leyendo un número de Selecciones mientras Bárbara le alisa un bucle de cabellos plateados. “¡Llegó tarde!” me dice en voz alta. Detrás de Marge una línea de peluqueras lánguidamente peinan otras cabezas, todas con tonalidades grises y blancas.

—Por aquí somos un montón de dinosaurios —me susurra Bárbara.

—Quizá tú lo seas —responde Marge—, pero yo no.

Media hora más tarde, con el cabello recogido en un moño algodonado, Marge me lleva hasta su auto. En verdad no camina, más parece que danza con movimientos rápidos y determinados. “Entra —me ordena—, puedes ayudarme”. Viajamos al centro de servicios para adultos de Loma Linda, un centro de cuidado diurno para ancianos, la mayoría varias décadas más joven que Marge. Ésta abre su baúl y saca cuatro paquetes de revistas que ha coleccionado durante la semana. “A los viejos les gusta leer éstas y recortar fotografías para sus proyectos de arte”, me explica. ¿Viejos?

Próxima parada: Entregar botellas reciclables a un mujer que vive de ayuda pública para que luego las cambie por el depósito. En el camino Marge me dice que nació pobre, su padre era curtidor de pieles y su madre era ama de casa en Yuba, California. Recuerda el terremoto de San Francisco en 1906, cuando era una niña pequeña, y el temblor secundario que llegó hasta la granja de su familia y derramó el agua de los bebederos para animales. Trabajó como enfermera, le costeó los estudios de medicina a su esposo y crió dos hijos. Su esposo, Jaime, murió dos días antes de su 77o aniversario de bodas. “Por supuesto que me siento sola de vez en cuando, pero cuando me siento así, sé que es hora de levantarme y ayudar a alguien”.

Como muchos adventistas, Marge pasa gran parte de su tiempo con otros adventistas. “Es difícil tener amigos no adventistas —dice ella—. ¿Dónde los conocería? No hacemos las mismas cosas. Yo no voy al cine ni a bailes”. Los investigadores dicen que los adventistas aumentan sus posibilidades de una larga vida al asociarse con personas que apoyan sus hábitos saludables.

Al mediodía, de vuelta en Linda Valley Villa, donde Marge vive en una comunidad de adventistas jubilados, me invita a almorzar con ella. Estamos solos, pero varios vecinos vienen a saludarnos. Mientras comemos tofú guisado y una ensalada de hortalizas, le pido a Marge que me comparta su secreto de longevidad.

“No he comido carne en 50 años, y nunca como entre comidas —me dice y se toca una dentadura perfecta—. Todos son míos”. Su trabajo como voluntaria la ayuda a evitar la soledad que atenta contra la vida de tantos ancianos, y le da sentido a su vida. Sucede lo mismo con otros centenarios. “Hace mucho tiempo que aprendí que tenía que salir a encontrarme con el mundo —señala Marge—. El mundo no va a venir donde mí”.

Tengo una pregunta final para Marge. Después de haber entrevistado a más de 50 centenarios en tres continentes, he encontrado que todos son personas agradables; no ha habido un solo gruñón en el grupo. ¿Cuál es el secreto de un siglo de afabilidad?

“Me gusta hablar con la gente —me dice—. Veo a los extraños como amigos en potencia”. Pausa por un instante para considerar su respuesta. “También es posible que otros me miren y se pregunten, ¿por qué esta mujer no se calla la boca?”


Dan Buettner escribe para la revista National Geographic. Este artículo ha sido reimpreso con la debida autorización.

Cómo vivir hasta los 100

por Dan Buettner
  
Tomado de El Centinela®
de Junio 2006