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El 2 de julio de 1816, la fragata francesa, “Medusa”, encalló cerca de Marruecos con 149 personas a bordo, a causa de una fuerte tormenta. No habían suficientes botes salvavidas. Con restos del navío, algunos tripulantes construyeron una balsa. La tempestad los arrastró mar abierto durante casi un mes. Sin rumbo, a la deriva en la balsa improvisada, los pocos náufragos que lograron sobrevivir experimentaron una experiencia dramática que conmovió a toda Francia cuando fueron rescatados. Théodore Géricault (1791-1824), un célebre pintor y uno de los principales y primeros artistas del realismo francés del siglo XIX, impresionado por la experiencia de los sobrevivientes, dejó registrado ese evento extraordinario en un lienzo de grandes dimensiones y expresión sobrecogedora, que se encuentra en el Museo del Louvre, titulado, La balsa de la Medusa.

Géricault entrevistó a los náufragos, dialogó con los enfermos e incluso vio a los muertos. Horrorizado por las escenas aterradoras vividas, reprodujo el momento previo al episodio culminante cuando los náufragos avistaron el barco de salvamento. El cuadro presenta una combinación de figuras cuyos rostros y cuerpos plasman la angustia de aquel momento, toda una metáfora de la angustia de la vida. Es una expresión extrema de realismo y contiene una notable minuciosidad de detalles, por lo que se aparta de las reglas clásicas de las pinturas vigentes hasta ese momento. Pero más allá de las cuestiones estéticas, se puede apreciar en los personajes del cuadro diferentes gestos que revelan las actitudes humanas ante la tragedia. Hay cuerpos que yacen sin vida; mientras otros, sentados, con sus cabezas entre sus piernas, muestran todo su abatimiento. Pero entre tanta tragedia, también están los que miran hacia el horizonte, desde donde viene el rescate. Se los ve con rostros esperanzados, ilusionados, fuertes.

Almafuerte, escritor argentino, acuñó la famosa frase: “No darse por vencido ni aún vencido”. La razón a veces acierta, otras vacila o se equivoca. La voluntad no debe aflojar; sin embargo, a veces también claudica. En cambio la esperanza es el poder que jamás se rinde, porque siempre espera lo mejor, porque es capaz de avizorar la salvación en las horas y circunstancias más tenebrosas. La esperanza es coraje y fortaleza, y provee fuerzas para enfrentar lo peor y aún la muerte misma, con vigor y bravura. Esencialmente, la esperanza es confianza en Dios y la certidumbre de esperar en él, aceptando con tranquilidad los designios de su voluntad.

El apóstol Pablo conocía el valor de la esperanza cuando escribió: “Para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. La cual tenemos como segura y firme ancla del alma” (Hebreos 6:18-19). Sí, efectivamente, la esperanza es el ancla del alma.

Una enorme cantidad de información científica indica que las personas esperanzadas tienen un aparato inmunológico más activo, son menos vulnerables a las enfermedades físicas y mentales, y, en definitiva, poseen mejor calidad de vida. Al contrario, los desesperanzados son víctimas más fáciles del estrés, la depresión y de todo tipo de enfermedades.

Si la esperanza humana es salud, buen ánimo y fortaleza, mucho más lo es la esperanza asentada en Dios. Esa “feliz” o “bendita” esperanza —según San Pablo (Tito 2:13)—, tiene una capacidad superior de trascendencia, ya que supera los males humanos con la promesa divina de la venida de Jesucristo a la tierra por “segunda vez… para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:28).

Ciertamente el aliento de la esperanza nos permite internarnos en el riesgo de las tormentas y adversidades y aguardar con fe el porvenir. Es una fuerza bendita que llevamos dentro de nosotros mismos y nos ayuda a sentirnos mejor y más sanos. Pero la esperanza cristiana en la segunda venida de Cristo es un don de Dios que supera las más altas y fecundas virtudes, que ilumina el futuro y la eternidad con la certeza de un mañana bienaventurado que posibilita atravesar toda crisis y construye en la propia vida una obra de arte sublime.


Ricardo Bentancur es editor asociado de El Centinela.

No se dé por vencido

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Mayo 2009