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Julián tenía SIDA. Lo había descubierto aquel día y aun estaba bajo el impacto de la noticia cruel. A pesar de su desesperación, aceptaba inconscientemente la idea de que el drama que estaba viviendo era el resultado de la vida de pecado que había vivido. Sin embargo, lo que más lo atormentaba no era el aspecto físico de su mal, sino el peso de la culpa. Por eso me buscó. Con los ojos llenos de lágrimas y la voz embargada por el peso de la vergüenza, Julián repetía: “Soy un pecador, merezco morir”. Cuando le hablé del amor de Dios y de la salvación en Cristo, me respondió: “Dios puede perdonarme, pero yo no. Yo merezco morir”.

En diferentes países, culturas y épocas, la expresión “yo no me perdono” es repetida por gente desesperada y atormentada por los errores del pasado. Esas personas se crucifican todos los días a sí mismas, en el madero de la propia conciencia. Creen que esa es la única salida. No entienden lo que sucedió aquel viernes de tarde en la cruz del Calvario. Ignoran que en aquella montaña solitaria se firmó con sangre el decreto de absolución de todos los pecadores. Jesús no fue un loco suicida, ni un revolucionario social, que murió en la cruz para defender alguna idea. Él era Dios hecho hombre y se entregó a sí mismo para ocupar el lugar de la humanidad caída.

Barrabás

El maravilloso acto salvador de Cristo fue ilustrado de manera práctica en la experiencia de Barrabás aquel viernes de la semana de la crucifixión. Barrabás era un ladrón, trasgresor de la ley y perseguido por la justicia. Argumentando que sus propósitos eran sociales, llevaba una vida de crímenes y violencia. La sociedad lo odiaba y quería verlo muerto. Gente como él no tendría lugar en ninguna sociedad civilizada. Era un delincuente y merecía morir.

Pocos días antes de aquella semana trágica, Barrabás había sido preso y condenado a la crucifixión. La muerte de cruz en aquellos tiempos era reservada para los peores delincuentes. Era una muerte sanguinaria y cruel, planeada con frialdad y revanchismo. Nadie muere porque se le clavan las manos y los pies, esos no son órganos vitales. La crucifixión era ejecutada específicamente para hacer sufrir al condenado. Colgado en la cruz, sangrando, el hombre era quemado durante el día por el sol y, por la noche, el viento helado, como si fuese un látigo, castigaba su cuerpo semidesnudo. Eran horas y horas de dolor y sufrimiento. Dependiendo de su resistencia física, el condenado podía sobrevivir varios días. La ley no permitía que se le diese comida ni agua.

Pocos días antes de aquella semana trágica, Barrabás había sido preso y condenado a la crucifixión. La muerte de cruz en aquellos tiempos era reservada para los peores delincuentes. Era una muerte sanguinaria y cruel, planeada con frialdad y revanchismo. Nadie muere porque se le clavan las manos y los pies, esos no son órganos vitales. La crucifixión era ejecutada específicamente para hacer sufrir al condenado. Colgado en la cruz, sangrando, el hombre era quemado durante el día por el sol y, por la noche, el viento helado, como si fuese un látigo, castigaba su cuerpo semidesnudo. Eran horas y horas de dolor y sufrimiento.

Dependiendo de su resistencia física, el condenado podía sobrevivir varios días. La ley no permitía que se le diese comida ni agua. Sólo podía recibir un poco de vinagre en una estopa, y el cuerpo solo podía ser retirado de la cruz cuando las autoridades certificaran que estaba muerto. Había momentos de sufrimiento extremo en que el condenado suplicaba la muerte. No soportaba el dolor terrible de permanecer crucificado por varios días. Barrabás había sido condenado a ese tipo de muerte. Su vida de delito no merecía otra cosa. Él era consciente de eso, y aunque protestara y gritara, en el fondo sabía que la muerte era un castigo justo para él.

Sin embargo, aquel viernes de mañana allá en Jerusalén, también fue condenado a esa muerte cruel un hombre inocente que no le había hecho mal a nadie. Su nombre era Jesús de Nazaret y muchos decían que era el Mesías. La historia bíblica dice que Pilato intentó salvarlo de la furia de la gente. En ocasiones como aquella, la costumbre del pueblo era soltar a un preso, y Pilato pensó que si colocaba a Jesús y a Barrabás delante de la multitud, todos escogerían liberar a Jesús. A final de cuentas, él no había cometido ningún delito. Sólo había curado enfermos, alimentado hambrientos y devuelto la dignidad a los humillados ¿Quién sería tan loco de condenarlo por eso?. Barrabás, por su lado, era temido y odiado. No había duda de que el pueblo libertaría a Jesús y crucificaría a Barrabas.

Pero la decisión del pueblo desconcertó a Pilato. “Suelta a Barrabás, crucifica a Cristo”. Esa fue la respuesta de la muchedumbre. El gobernador no lo podía creer, pero no tenía otro recurso sino entregar a Jesús a la muerte. Creo que si alguien en este mundo entendió de manera práctica lo que quiere decir “Jesús murió por mí”, fue Barrabás. Al principio pensó que tal vez estaba soñando. ¿Cómo? ¿Yo que hice tantas fechorías estoy libre, y este humilde carpintero que no hizo nada de malo va a ocupar mi lugar? ¿Por qué?

¿Por qué murió Jesús?

Barrabás no lo entendió y tal vez tú y yo tengamos dificultades para entender. ¿Por qué murió Jesús? Él no había hecho nada que mereciese la muerte. ¿Qué es lo que lo llevó a entregarse en silencio? El amor. Solo el amor. ¿Amor a quién? A aquella multitud que lo estaba crucificando, a los soldados que lo estaban hiriendo y a los líderes religiosos que lo estaban condenando. El ser humano jamás podrá entender el misterio de ese amor.

Quienes debimos haber subido al Calvario cargando una cruenta cruz aquella tarde dolorosa somos tú y yo, porque fuimos nosotros quienes pecamos y estamos “destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Somos tú y yo los que merecemos morir, porque “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Pero el Señor Jesús nos ama tanto que decidió ocupar nuestro lugar y morir la muerte que merecíamos, a fin de darnos la vida que solo él merecía.

Yo te desafío en este momento a dirigirte conmigo al Calvario y observar aquel acto de sacrificio. Mira a Jesús humillado, triste y escarnecido; las espinas hieren su frente. Obsérvalo debilitado, cargando una pesada cruz. Mira cómo cae una y otra vez. ¿Sabes por qué se cae? Porque la cruz que carga no le pertenece. Él no merecía esa cruz. Nunca hizo nada malo para ser condenado. Esa cruz era mía. Era yo quien debí haber sido azotado, vilipendiado y escarnecido. Pero él me ama con un amor que no tiene fin, y a pesar de que su instinto de conservación lo hacía rechazar la muerte, la aceptó voluntariamente porque era la única forma de salvarme. Por eso, cuando en las horas de soledad y culpa la conciencia te condene por algún error del pasado, dirige tus ojos a la cruz y pregúntate: ¿Qué necesidad tuvo Jesús de morir si no fue el deseo de verme feliz y libre del peso de la culpa?

Sigue acompañándome. Observa que ya es tarde en el Calvario, aquel viernes. Hay nubes oscuras en el cielo. El sol esconde su rostro como si tuviera vergüenza de mirar la infamia de los hombres. Llueve. Es un raudal de lágrimas de un Padre que no puede hacer nada para evitar el sufrimiento de su Unigénito, porque es necesario que él muera para salvar a sus otros hijos caídos. Contempla todo a tu alrededor. ¿Ves cómo las aves vuelan enloquecidas de un lugar para otro? ¿Ves cómo los animales se agitan y la naturaleza gime? Todos parecen saber lo que sucede. Solo el ser humano, la más inteligente de las criaturas, permanece indiferente. Da la impresión de ignorar que en ese momento está en juego su vida o su muerte eterna.

A la hora sexta el cielo se desgarra con las últimas palabras de Jesús: “Consumado es”. Todo lo que era necesario hacer para salvarte ya fue hecho. ¿La paga del pecado era la muerte? El precio ya fue pagado. La vida del inocente Cordero de Dios ya fue sacrificada. Su sangre ya transformó aquella cruz, símbolo de vergüenza y muerte, en un manantial inagotable de gracia.

¿Cuál será nuestra respuesta?

¿Qué derecho tendrías tú entonces de decir que no te perdonas? ¿Sufriste algo? ¿Te escupieron a ti, te humillaron y te crucificaron? El único que podría decir “No te perdono”, es Jesús. Él sí sufrió, gimió y fue humillado. Él pagó el precio de tu salvación con su propia vida, y a pesar de eso oye su voz suave y dulce diciendo: “Yo no te condeno, vete y no peques más”.

¿Cuál será tu respuesta? La respuesta de Judas fue el suicidio. La de Pedro, el arrepentimiento. Pecado por pecado, el de Pedro podría ser considerado más grave. Al final de cuentas, el orgullo y la suficiencia propia son la raíz de todos los males. Pero, Pedro cayó de rodillas cuando percibió su pecado. El canto del gallo lo despertó del sueño espiritual en la madrugada de aquel viernes. Él comprendió la magnitud de su traición, pero creyó en el sacrificio sustitutivo de su Maestro. Dijo sí al amor de Cristo y fue salvo.

Judas a su vez se endureció al toque del amor. En lugar de contemplar a Cristo, concentró su atención en su pecado. En lugar de sentir dolor por haber herido el corazón de Jesús, sintió desesperación por las consecuencias de su traición. El resultado fue la muerte y la condenación eternas.

Judas y Pedro ya son historia. Tú eres vida presente. La historia ya está escrita; no se la puede cambiar. La vida es vivida cada día, cada segundo, con decisiones e indecisiones.

¿Cual será tu respuesta?


El autor es evangelista internacional de la Iglesia Adventista y reside en Brasilia, Brasil.

La cruz y la salvación

por Alejandro Bullón
  
Tomado de El Centinela®
de Abril 2007