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No hace mucho, una joven radioescucha nos dirigía estas agónicas líneas: “Yo soy una de esas mujeres como ‘María Frustrada’ (habíamos hablado de María Magdalena). Me siento confundida: no tengo nada de valor, soy un fracaso para Dios. Siento que nada tiene sentido, siento que no merezco que Dios me ame. Siento que no merezco tener la vida, pues creo que Dios está totalmente avergonzado de mí. Me siento insegura de mí misma. Muchas veces me siento tan triste, tan deprimida, tan agobiada, que quisiera poder hablar con alguien, o que por lo menos alguien me escuchara, que me abrazara...”

¿Habrá sentido Jesús alguna vez lo que sintió esta joven? De ser afirmativa la respuesta, ¿dónde y cuándo pudo haber albergado el Santo Hijo de Dios sentimientos como éstos? Más aún, ¿qué significaría para nosotros que Jesús haya descendido a tales profundidades de angustia y sufrimiento? Procedamos con reverencia. Aquí nos acercamos a un misterio ante el cual toda lengua es balbuciente y tartamuda, y todo ingenio corto para alcanzarlo. Pero, “no hay religión adonde no hay misterio” (Gourmont). Además, sabemos por experiencia personal que no hay nada que llene el corazón de mayor admiración y solemne gozo que exponerlo a la contemplación de la cruz de Cristo.

Sorpréndase el lector, pero la batalla más grande que Jesús tuvo alguna vez se lidió en su propio corazón. Siglos antes de dejar el Cielo, él ya se había hecho garante de la humanidad. Ligó su futuro al de la humanidad al empeñar al Padre su palabra de dar su vida por el hombre en el caso que éste cayera. Ahora ha llegado el más crítico y álgido momento de ese plan. Cristo ha sido colgado en una cruz. Es entonces cuando se le puede oír articular el clamor más desesperado y angustioso que jamás haya brotado de labios humanos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (S. Mateo 27:46). Inspirado por el Espíritu Santo, David había registrado estas palabras siglos antes que Jesús las profiriera (Salmo 22:1). Las seis agónicas horas de la cruz constituyen ese momento santo en que el futuro del mundo, sí, del universo entero, tembló en la balanza.

Jesús se siente tentado a creer que está perdido para siempre. Dice: “Mas yo soy gusano, y no hombre; Oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo. Todos los que me ven me escarnecen... diciendo: Se encomendó a Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía” (versículos 6-8).

Se trataba de una burla despiadada. Incitados por sus líderes religiosos, la incauta turba hacía fiesta, un picnic de risotadas a expensas de Jesús. ¡Qué horror! Se pasmó el Cielo. El divino Hijo de Dios lleva sobre su alma el terrible peso del pecado del mundo, y su propio pueblo, la crema y nata del planeta, se mofa de él con diabólico donaire (es que “la risa abunda en los labios de los necios”). ¿Qué habrán pensado los ángeles ante este insólito espectáculo? ¿Qué opinión se habrán formado de gente que vitupera a su Salvador en el momento cuando éste muere por ellos?

No piense que fue fácil para Jesús soportar esta prueba. Alguien ha dicho que “el hombre es capaz de llegar, impávido, al martirio; pero retrocede confuso ante el ridículo”.

¿Cuál fue la tentación que asaltó al Hijo de Dios? Pensar que su Padre lo había abandonado. Fue tentado a darse por vencido, a rendir su espíritu a la desesperación y hasta al llamado “sentido común”. Si Dios es su Padre, ¿cómo se explica que no lo rescate?

Amigo lector o lectora, usted es lo más precioso del universo para Jesús. Lo que lo sostuvo durante ese horror infernal fue pensar en usted. Por amor a usted sufrió y murió.

Pensando en su preciosa familia de futuros redimidos, Jesús ha cobrado fuerzas y aliento. De la niebla densa y ennegrecida emerge, y rompe con todas las dificultades. Ahora cree, sabe, y confiesa, que ¡Dios ha escuchado su oración! “Porque [Dios] no menospreció ni abominó la aflicción del afligido, ni de él escondió su rostro; sino que cuando clamó a él, le oyó” (vers. 24). Significa que cuando usted menos siente ánimo de orar, cuando Dios le parece más distante, él está cerca, y sí lo escucha. ¡Colgado de su cruz, Jesús ha obtenido la victoria más grande de todos los tiempos! El resto del salmo 22 es un himno de alabanza a Dios. Jesús entrega su vida; no sabe si habrá de retomarla, pero se goza al saber que usted y yo seremos salvos: “Se acordarán, y se volverán a Jehová todos los confines de la tierra, y todas las familias de las naciones adorarán delante de ti” (vers. 27).

¿Estará usted entre ellos?


El autor es director y orador del programa radiofónico La Voz de la Esperanza.

La cruz y las contiendas humanas

por Frank González
  
Tomado de El Centinela®
de Abril 2007