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Su joroba pronunciada y la morbosa lentitud de sus movimientos le daban la apariencia de un hombre muy anciano. Una dama noble y servicial, con santa paciencia le servía de muleta mientras ambos, a paso de tortuga, se me acercaban. Era la noche de apertura de unas conferencias que dictábamos en la ciudad de Los Ángeles, California. Ya de cerca pude notar, para mi gran sorpresa, que se trataba de una persona insospechadamente joven. Su aspecto era calamitoso; su piel seca y descolorida estaba salpicada de costras y crecidos extraños que cubrían casi todo su cuerpo.

Sin mucho preámbulo, la dama lo plantó a mi lado y me dijo con tono suplicante y algo exigente: “Doctor Frank, dígale algo, dígale algo, por favor”. Entretanto, el caballero de triste aspecto, sin decir una palabra, me miraba con ojos de lástima, que partían el alma.

¿Qué decirle a una persona en esas condiciones? ¿Qué podrían lograr mis palabras? Mi silencio hacía incómoda la situación y la dama se iba impacientando. En mi mente dirigí una oración al cielo: “Señor, mis palabras no tienen poder alguno, pero si tú le hablas, si tú te diriges a él, tus palabras si tienen poder. Dime qué decirle. ¡Háblale tú, Señor!”

Ahora era yo quien esperaba que se me dijera algo. Bajo la tensión suplicante, los segundos parecían horas. De repente llegó la respuesta. No vino como una audible voz celestial, sino a manera de rayo luminoso, mi mente quedó iluminada con las precisas palabras que debía pronunciar. Se trata de una conocida declaración de Cristo, registrada para beneficio de todos en la Santa Biblia: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (S. Mateo 6:33).

Era como si en ese momento la Biblia se redujera a ese singular verso; fulgía en mi mente con una claridad y fuerza inconfundibles. Tan pronto como lo comuniqué, pude notar la decepción que se retrataba en el rostro de la dama. No era lo que ella quería escuchar. Supongo que a sus oídos estas palabras, pese a su respaldo bíblico, parecían un cliché teológico, algo para salir del paso. Ella no se imaginaba el increíble poder atrapado en esa célebre frase de Jesús; desconocía el ilimitado poder de la Palabra de Dios.

Algo similar tiene que haber ocurrido cuando Cristo le dijo a un paralítico: “Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados” (S. Mateo 9:2). ¿Acaso los amigos del paralítico buscaban una absolución de pecados para el discapacitado? ¡No! Era la cura física del enfermo lo que los había llevado a tomar medidas extremas para traerlo a Jesús (como fue abrir un boquete en el techo de la casa de Pedro). De hecho, para los presentes, las palabras de Jesús resultaban extrañas (no así para el enfermo, quien vivía atormentado por la culpabilidad).

Para los escribas, los fariseos, y los líderes religiosos de Israel las palabras pronunciadas sabían a herejía. Grande fue la indignación que despertaron. Dejemos que el evangelista nos narre lo acontecido:

“Entonces, algunos de los escribas decían dentro de sí: Este blasfema. Y conociendo Jesús los pensamientos de ellos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dice entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama y vete a tu casa. Entonces él se levantó y se fue a su casa” (S. Mateo 9:3-7).

El efecto de las palabras de Jesús persistió después de ser pronunciadas. Lograron un cambio en aquel hombre, y el cambio fue permanente. El poder concentrado en las palabras de Jesús lo levantó y lo hizo andar. Hay vida en la Palabra de Dios. Jesús dijo: “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (S. Juan 6:63).

La palabra de perdón y de justicia recibida por la fe trae el espíritu y la energía de Dios al alma, “la palabra de Dios, la cual actúa [energeo —en el original griego—] en vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:13).

En el caso referido, el paralítico recibió nueva vida. Su condición física evidenciaba el desgaste de su vida natural. Estaba parcialmente muerto. Las palabras de Cristo le dieron vida nueva y fresca; lo conectaron con la energía misma del Infinito.

Pero la vida nueva que su cuerpo recibió y que lo capacitó para caminar, fue una demostración, tanto para él como para los testigos oculares, de la dinámica de la vida invisible y espiritual de Dios que había recibido, cuando Jesús declaró, “tus pecados te son perdonados” (S. Mateo 9:2).

También sucedería algo maravilloso con el “jorobado” que asistió a las conferencias. Este hombre tomó muy en serio las palabras de Jesús, “mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas os serán añadidas”. Acudió todas las noches sin falta. Prestaba impecable atención, y lo que le entró por el oído le conquistó el corazón. Con simplicidad y gran gusto recibía cada imperativo del reino, mostrándose ligero y presto en la ejecución. ¿Le serían añadidas las demás cosas?

En la penúltima noche de las conferencias, el joven llegó irreconocible: derecho como una vara, la joroba totalmente desaparecida. Ya no andaba con esa lentitud morbosa; ahora corría como lince. “Doctor Frank, tengo que dar mi testimonio; déjeme dar mi testimonio —decía con insistencia— tienen que saber lo que Dios ha hecho por mí”.

No hacía falta, en verdad, pues el público había observado su condición y ahora todos dábamos gloria a Dios por su bondad. Pero él quería expresar su felicidad y, siendo un hombre de pocas palabras, se valió de una ilustración muy dramática. “Quiero que vean” —dijo—, y sacándose su camisa dejó a la vista una piel completamente sana, limpia, el cuadro mismo de la salud. Entonces añadió: “¿No es Dios maravilloso? ¿No es Dios maravilloso?”

Sí, amigo lector, ¡Dios es maravilloso! Ese mismo Jesús nos dice a todos: “Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (S. Juan 15:3). Cuando recibimos la palabra declarada de Jesús que nos dice: “tus pecados te son perdonados”, se trata de una gloriosa realidad que debemos creer a toda costa, porque esta declaración es palabra de Dios. Al aceptarla somos nuevos hombres y mujeres, porque una nueva vida ha comenzado a obrar en nosotros.

Amigo lector, ese Jesús está tocando hoy a la puerta de tu corazón. ¿Le abrirás? Si le abres, él entrará y te dará el ilimitado y transformante poder de su vida infinita. Recíbelo hoy mismo, y podrás decir con González Báez Camargo:

Yo soy nada, Señor. Más de mi nada,
Tú puedes hacer algo.
En mi opaca gotita, puedes hacer
que se refleje un rayo de tu luz,
y se irise de repente
con los siete colores de tu arco.

Tú puedes convertir mi puñadito de polvo gris,
en un poco de barro y hacer de él
entre tus dedos hábiles humilde vaso
en que dar un sorbito de tu agua
al sediento y cansado.

Tú puedes darle al soplo que es mi vida
fragancia de tu bálsamo,
para llevar alivio a donde azota
de los desiertos el candente vaho.

¡Aquí estoy, gota opaca, polvo ínfimo,
soplo leve! Nada soy. Nada valgo.
Tú puedes hacer algo de mi nada.
¿Házlo, Dios mío, hazlo!



El autor es el director y orador del programa radiofónico internacional La voz de la esperanza, con sede en Simi Valley, California. Consiga información sobre los horarios y estaciones en www.lavoz.org.

La palabra que transforma

por Frank González
  
Tomado de El Centinela®
de Febrero 2009