Número actual
 

Vez tras vez la vemos, una figura solitaria, abrumada por el dolor, su silueta contrastada por un panorama de desolación. Esta vez, un huracán y luego otro azotaron la costa, reventaron los alambrados, rompieron diques, inundaron urbanizaciones y derribaron edificios, trazando un camino de destrucción en un paisaje indefenso. Quizá habíamos visto la misma figura antes, cuando contemplaba las ruinas de un maremoto, la devastación caprichosa de un tornado, los restos carbonizados de un fuego forestal o los suvenires enlodados de una inundación.

Josef Stalin dijo: “Una muerte es una tragedia. Un millón de muertos es una estadística”. Quizá tenía razón, porque nuestros sentidos no pueden captar la escala de estos desastres: miles de kilómetros cuadrados de destrucción, miles de millones de dólares en daños, cientos y miles de vidas segadas. Podemos escribir los números y citar las estadísticas del tsunami, de los huracanes Katrina y Rita, pero nuestra mente no puede comprender tamaña destrucción. Expresar la cruda realidad en números abstractos la higieniza y le roba su impacto emocional. Entonces vemos nuevamente a esa figura sufriente de siempre, y la abstracción se torna concreta. Compartirmos su dolor y con ella nos preguntamos “¿le importa a Dios todo esto?”

Es extraño que en momentos como éstos, tanto los que creen en Dios como los que profesan no creer, se hacen la misma pregunta. Por un lado, los incrédulos y los escépticos aseguran que el sufrimiento es evidencia de que a Dios no le importa nuestra suerte; por otro lado, los creyentes intentan reconciliar tal sufrimiento con un la idea de un mundo creado por un Dios de amor. El caso es que nadie, por materialista o escéptico que sea, se pregunta si a la naturaleza le importa.

A la naturaleza no le importa

A veces hablamos de estos eventos catastróficos en términos de “desastres naturales”. Pero el término “desastres naturales” es engañoso, porque éstos no responden a un “deseo” de la naturaleza, sino que son naturales en sí mismos. El meteoro de Tunguska que cayó en Siberia en 1908 mató a miles de renos y millones de árboles. La erución del volcán Santa Helena resultó en gases y cenizas que devastaron miles de hectáreas. Yersinia pestis, la Muerte Negra, mató a millones de personas en toda Europa. Pero cuando ocurrieron estos y otros eventos aun más trágicos, la “naturaleza” ni siquiera pausó en su funcionamiento.

De hecho, a pesar de sus efectos destructivos sobre los seres humanos, estos eventos exhiben algunos efectos positivos sobre la naturaleza. Por ejemplo, algunos han descrito los efectos del tsunami de 2004, un cataclismo que arrebató 250.000 vidas en pocas horas, en términos de haber ejercido una “limpieza” de las playas tailandesas.1

Pero los términos “desastre” y “limpieza” son evaluaciones humanas. En cada caso, algunos elementos naturales –algunas plantas y animales, incluyendo a seres humanos—murieron, mientras que otros prosperaron. A la naturaleza no le importa si “limpia” las playas o “aniquila” a 250.000 personas. Según dice el científico Richard Dawkins: “La naturaleza no es cruel, sino inmisericordemente indiferente”.2

Si las palabras “desastres naturales” no describen adecuadamente a estos eventos, ¿de qué otras maneras podríamos calificarlos?

Actos de Dios

Si usted le pregunta a su agente de seguros acerca de terremotos, inundaciones y tormentas, le dirá que se tratan de “actos de Dios”. ¿Será así? Y si lo son, ¿podrán ser los actos de un Dios amante?

Yo creo que parte de la respuesta se debe al antiguo hábito humano de atribuir todo suceso inexplicable –bueno o malo—a Dios. Y el Antiguo Testamento ciertamente habla de Dios y su castigo de ciudades impías. Pero incluso en esos casos, los detalles podrían sorprendernos. Uno de los casos más notables fue el de la capital de Asiria: Nínive. Dios envió a Jonás, famoso por su renuencia, como mensajero para advertirles a los ninivitas de una destrucción inminente. Cuando los ninivitas se arrepentieron como resultado del mensaje de Jonás y Dios cambió su decisión de castigarlos, Jonás se sintió como un tonto, y se enfureció contra Dios. Pero Dios replicó con la siguiente pregunta: “¿Y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano derecha y su mano izquierda, y muchos animales?” (Jonás 4:11). Dios se preocupaba por los ninivitas.

Esta misma actitud se hace ver en el Nuevo Testamento, los discípulos Juan y Santiago sugirieron convocar fuego del cielo para que cayese sobre los pueblos que rechazaron su mensaje (S. Lucas 9:54). Quizá por eso tenían el apodo “hijos del trueno”. Jesús prescribió una medida muchos menos drástica al decirles que sacudieran el polvo de sus pies al salir de dichos pueblos (vers. 5). En estos casos, los humanos parecían mucho más dispuestos a infligir “actos de Dios” que Dios mismo.

Y cuando nos referimos a Jesús, súbitamente se materializa el cuadro del hombre sufriente. Esta vez lo reconocemos: se trata del mismo Jesús, ante la tumba de Lázaro. Juan condensó la poderosa escena con sólo dos palabras: “Jesús lloró”.

Pero, ¿por qué? ¿por qué lloró Jesús? Después de todo, entre todos los presentes, sólo Jesús sabía que pocos minutos después Lázaro saldría vivo de la tumba, para el regocijo de todos. El caso es que Jesús hizo una pausa ante la tumba y lloró. ¿Por qué?

Porque él conoce nuestras debilidades (Hebreos 4:15). Jesús siempre sufre, con cada muerte. ¿Cómo lo sabemos? Jesús mismo nos dijo: “¿No se venden cinco pajarillos por dos cuartos? Con todo, ni uno de ellos está olvidado delante de Dios. Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; más valéis vosotros que muchos pajarillos”. Si ni siquiera un gorrión es olvidado por Dios, si hasta los cabellos de nuestra cabeza son contados, podemos estar confiados de que no se olvidará de uno de nosotros, por quienes derramó su sangre.

De paso, si no fuese por los Evangelios, Lázaro habría sido olvidado. Si Jesús no hubiese tomado una pausa para llorar, y luego para resucitarlo, no sabríamos que su muerte causó dolor a alguien. No sabríamos de su vida y mucho menos de su muerte. Habría sido como uno de miles perdidos en maremotos, huracanes e inundaciones, cuyos nombres nunca sabremos, cuya muerte pasaría desapercibida si no fuera por la imagen inolvidable del doliente solitario que tarde o temprano sale en una foto o en la pantalla de la televisión. Sabemos de la muerte de Lázaro porque otro individuo, Jesús, sufrió por él.

Quizá esto es lo que nos hace fijarnos en la imagen del hombre solitario que sufre en medio de la catástrofe: esa imagen que transforma las estadísticas frías de la muerte en la realidad de una tragedia personal, en luto y sentido de pérdida. Vemos a Jesús llorando por Lázaro y nos mueve a compasión en nuestro propio corazón. Sufrimos porque Dios sufre.

Debido a que Dios todo lo sabe, experimenta un millón de muertes, no como una estadística, sino como un millón de tragedias individuales. Desde la muerte de Abel, Jesús ha sufrido por cada una de las millones de muertes de seres humanos. Jeremías escribió: “¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo!”, reflejando levemente los torrentes de dolor que fluyen del corazón de Dios. David, cuando lloraba por la muerte de su hijo, hizo eco al dolor que traspasa el corazón de Dios por cada uno de sus hijos. “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío...! (2 Samuel 18:33).

¿Por qué?

Entendemos que Jesús sufre con nosotros. Dios nos ama. Pero si nos ama tanto, ¿por qué sigue permitiendo tanto sufrimiento? ¿Y qué está haciendo para terminarlo? La Biblia describe el mundo según Dios lo creó, un mundo donde la tierra no tiembla, los volcanes no erupcionan ni vomitan piedra líquida; donde las tormentas no azotan los mares ni las tierras; un mundo sin enfermedades ni muerte. Dios dejó a Adán a cargo de ese mundo.

Dios no sólo le dio a Adán un hermoso hogar, también le dio el don de la libertad, de manera que pudiese amar y recibir amor libremente. Pero la verdadera libertad incluye la libertad para cometer errores, para escoger equivocadamente. Mientras Adán continuase confiando en Dios, continuaría disfrutando de aquel ambiente benévolo. Pero al ser engañado por la serpiente, Adán le cedió a ésta su autoridad sobre la tierra. Y las Escrituras revelan que la desastrosa elección de Adán precipitó los desastres naturales que siguieron. Primero, las espinas se propagaron, y con el aumento del mal, siguieron los terremotos, el diluvio y las pestilencias. Es irónico, ¿no es así? La Biblia indica que los eventos cataclísmicos naturales fueron causados por los actos de los hombres, no los “actos de Dios”.

La elección de Adán dejó a la humanidad en una situación desesperada. Pero Dios ya había hecho provisión para la emergencia. La presencia misma de Jesús en la tumba de Lázaro demostró que, justo como Dios había prometido, “antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan, yo habré oído” (Isaías 65:24). Antes de que naciéramos, desde “el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8), se había planificado una misión de rescate. La primera venida de Jesús, su vida y su muerte sobre esta tierra, representaba la primera etapa de este plan de rescate.

Cuando sea completada, tal misión de rescate significará el fin de todo sufrimiento. “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4). La naturaleza misma será recreada y el ambiente benévolo del Edén será restaurado.

Hasta ese día, los desastres, tanto naturales como causados por el hombre, seguirán cobrando sus víctimas y causando sufrimientos y pérdidas. Veremos otra vez la figura solitaria que sufre. Pero ahora, cada vez que la veamos, sabremos que Jesús también llora, que Dios realmente nos ama.

1Robert Dean S. Barbers, It’s not about the money. 2Richard Dawkins, River out of Eden [Río del Edén], (Harper Collins, 1996).


Ed Dickerson es un escritor profesional que vive en Garrison, Iowa.

¿Le importa a Dios?

por Ed Dickerson
  
Tomado de El Centinela®
de Enero 2006