¡Vaya misterio! La misma religión que a algunos les asienta bien, los alegra y los libera, a otros les saca lo peor, los torna malhumorados y acusadores.
¿No será la forma en que encaramos la vida lo que marca la diferencia entre la religión saludable y la religión tóxica? Los creyentes sabemos que la verdadera fe emana de la Palabra de Dios, de la objetividad de los dichos divinos, pero está en nosotros vivir bajo la luz de la gracia o estancarnos en la sombra del legalismo. La verdad es que la Biblia es un libro optimista, lleno de alegría, porque anuncia la bendita esperanza del creyente en la victoria final del ser humano ante la tragedia de la muerte.
El significado de la alegría
La Biblia no se cansa de predicar en favor del júbilo y el regocijo. Las palabras de Pablo, “estad siempre alegres” (Filipenses 4:4), son una constante de toda la revelación cristiana. Pero la alegría de la que habla la Palabra de Dios no emana de satisfacer un placer o gozar la posesión de un bien apetecido. La alegría bíblica no se origina en el deseo; porque la alegría que solo satisface deseos puede llevar a una vida egoísta y hedonista, generando vacío e insatisfacción profunda.
Puede haber placer sin alegría y alegría sin placer. Quizás esa identificación de la alegría con el placer sea la responsable de que gran parte del cristianismo se haya volcado contra el regocijo, al verlo como una pasión desordenada, promotora de la diversión, que concede licencia para pecar y se encamina hacia una vida lujuriosa.
Pero a la vez que el consejo de Pablo de “estar siempre alegres” no es una exhortación a gozar los placeres del mundo, tampoco significa rechazar todo placer. La vida es placentera en sí misma. Por eso, el fundamento de la alegría bíblica está en otro lugar.
La plegaria del terco
El Salmo 126 cuenta el sueño de un esclavo. Se trata de un judío que vive en el exilio, lejos de su patria, cautivo en Babilonia, sufriendo la nostalgia de la lejanía. En esas condiciones opresivas añora profundamente retornar. Entonces sueña con el milagro de la liberación. Y en el sueño se le da el milagro, pero cuando despierta se siente profundamente decepcionado. Sin embargo, en su fe religiosa siente que si Dios interviene en su vida, ese sueño puede convertirse en una hermosa realidad. Y en esto consiste “la terquedad” de los triunfadores: Luchan contra toda oposición porque saben que no pueden, que los obstáculos son enormes, que el fracaso los espera… pero son tercos. Perseveran en Dios y finalmente alcanzan la meta.
Así, aquel momento de desilusión del esclavo se convirtió en una plegaria: “(Señor, haz que cambie de nuevo nuestra suerte, como cambia el desierto con las lluvias! Los que siembran con lágrimas, cosecharán con gritos de alegría. Aunque lloren mientras llevan el saco de semilla, volverán cantando de alegría, con manojos de trigo entre los brazos” (Salmo 126:4-6; versión Dios habla hoy).
En este contexto, Jesús dijo que la alegría emerge de la tristeza y el dolor. Lo ejemplificó con la experiencia de la parturienta. Esas palabras fueron dichas en ocasión de anunciar su muerte y su alejamiento de la tierra. Los discípulos estaban atribulados, en estado de duelo. Durante tres años habían convivido con el Maestro y ahora los abandonaba. Sufrían la pérdida y el distanciamiento. Entonces Jesús les trasmitió la esperanza jubilosa de que volvería por segunda vez, para no separarse nunca más de ellos ni de nosotros (S. Juan 14:1-3). Esa esperanza “bienaventurada” (Tito 2:13) ha sido el corazón que ha mantenido latiendo el cristianismo durante milenios. Pero, mientras tanto, les concedió la promesa de la compañía del Espíritu Santo. Esta persona de la divinidad les daría a los discípulos de aquellos tiempos, y de todos los tiempos, la vivencia bendita de la presencia permanente de Cristo en la vida. Esa experiencia sería como un renacimiento, un nuevo alumbramiento de fe y alegría, que disiparía las sombras de la angustia y el pesar.
En estos días, cuando la humanidad recuerda y llora a sus muertos, tengamos presente estas promesas de la Biblia:
* “Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón; porque tu nombre se invocó sobre mí, oh Jehová Dios de los ejércitos (Jeremías 15:16; el énfasis es nuestro). Cuando invocamos el nombre de Dios y lo buscamos en su Palabra, nuestro corazón se llena de alegría.
* “Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría (1 Pedro 4:12, 13; el énfasis es nuestro). La esperanza de la venida de Cristo nos hace vivir con alegría.